Opinión | Editorial

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Derechos y huelga en la universidad

Los estudiantes que quieran protestar y los que deseen acudir a clase deben ser respetados por igual

Seguimiento desigual y momentos de tensión fueron la tónica de la primera jornada de huelga indefinida en las universidades catalanas. Convocada por el Sindicat d’Estudiants dels Països Catalans (SEPC), la protesta reclama la libertad de los líderes independentistas y de los jóvenes detenidos en los disturbios de las últimas semanas. Mientras que en los campus de la Diagonal de la UB o el de la UAB, la normalidad marcó la jornada, en los tres campus de la UPF en Barcelona (Ciutadella, Poblenou y Mar) y el de la UPC en Manresa amanecieron con los accesos bloqueados y estudiantes encerrados. A un lado, el alumnado que quería entrar en las aulas y seguir sus estudios. Al otro, el colectivo que busca alargar la situación de anormalidad y agitación social.

Al fin, se trata de dos derechos enfrentados y que ambos deben ser atendidos. Es evidente la legitimidad de los sindicatos a llamar a la huelga, pero no lo es que traten de coaccionar e imponer su criterio a la totalidad de la comunidad universitaria. Aquellos estudiantes que quieren continuar sus clases deben ver sus derechos garantizados. Si esta es una premisa innegociable del comportamiento democrático, en una huelga con un evidente sesgo ideológico, la libertad de elección debe ser escrupulosa.

A diferencia de otras convocatorias masivas, como lo fue el movimiento anti-Bolonia, esta huelga está plenamente enmarcada en la movilización sociopolítica del ‘procés’, pero desvinculada del ámbito de la educación. Por el contexto, cabría conectarla con la frustración social que pueden sentir los jóvenes ante un futuro lleno de incertidumbres. El paro se ceba en el colectivo y la dificultad para acceder a una vivienda digna cercena sus posibilidades de independencia, pero nada de esto se encuentra en el corazón de la protesta. Ni hay reivindicaciones económicas concretas (ampliación de becas, denuncia de expulsión de alumnos por no abonar las tasas, extensión en el tiempo de los recortes...) ni pretensiones de mejora en la calidad educativa. Cuando la huelga finalice, no habrá victorias tangibles que favorezcan al alumnado, no es esa su finalidad. Sus réditos cabrá sumarlos a la capacidad de movilización del ‘procés’. 

Algunas universidades están pactando facilidades para los estudiantes que se suman a las protestas. Básicamente, acogerse a un modelo con examen final y no a la evaluación continua que trajo el plan Bolonia. Es comprensible que los rectores traten de preservar la convivencia en las aulas, pero las fórmulas no pueden favorecer y mucho menos privilegiar a los alumnos de un determinado espectro ideológico, más aún si se tercian situaciones de coacción. Aunque cabe comprender la lógica inexperiencia de los estudiantes en la gestión de los conflictos y una mayor radicalidad en la defensa de sus postulados, la intolerancia nunca puede tener trato de favor. Esta huelga también es un aprendizaje para los jóvenes, y la universidad catalana no puede perder ni prestigio ni equidad. La libertad de pensamiento y el debate abierto de ideas es inherente de una sociedad democrática.