Lejos de ser el final

El líder de Estado Islámico, Abu Bakr al Baghdadi.

El líder de Estado Islámico, Abu Bakr al Baghdadi. / periodico

Albert Garrido

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La muerte de Abú Bakr al BagdadiAbú Bakr al Bagdadi, autoproclamado califa Ibrahim el 29 de junio de 2014, no hace más que confirmar el hundimiento del Estado Islámico como una estructura de poder centralizado, pero está lejos de significar el final de una facción del mundo musulmán que tiene audiencia y apoyos porque presenta la acción directa como la única vía para rescatar a la comunidad de creyentes (umma) de la postración.

De la misma manera que la captura y ejecución de Sadam Husein no zanjó la inestabilidad en Irak que siguió a la guerra ni la muerte de Osama bin Laden puso el punto final a la historia de Al Qaeda, carece de sentido suponer que la desaparición de Al Bagdadi desmovilizará a las células durmientes del Estado Islámico en Siria e Irak y detendrá los planes de antiguos muyahidines derrotados y de vuelta a casa en muchos países.

Capacidad de adaptación

Como ha escrito con acierto Loretta Napoleoni, "mientras que Occidente y sus aliados musulmanes se negaron a aceptar el advenimiento de un nuevo panorama político internacional", el Estado Islámico no solo supo adaptarse, "sino que supo explotarlo a fondo". En este sentido, la estrategia del Estado Islámico cabe entenderla como la propia de una organización moderna con una gran capacidad de adaptación a las condiciones políticas y sociales que hicieron posible su nacimiento y crecimiento.

La muerte de Al Bagdadi es un golpe, sin duda, pero el panorama político sigue siendo básicamente el mismo desde la óptica yihadista, en la que se mezclan varias herencias -el wahabismo, la prédica de los Hermanos Musulmanes, el pensamiento más retardatario divulgado por la teocracia saudí y el dinamismo de Al Qaeda hasta la guerra de Afganistán- y el sonado fracaso de las corrientes reformistas en las primaveras árabes, en ruinas salvo en Túnez.

Simbolismo

Hay en la muerte de Al Bagdadi mucho simbolismo, pero la derrota del Estado Islámico había amortizado casi toda su influencia sobre el terreno mucho antes de su desaparición. Decir que se trata de un dato poco importante en la evolución de los acontecimientos es tan inexacto como presentar su muerte como el ocaso sin remedio del EI.

Que fuera el terrorista más buscado del planeta, como ha subrayado Donald Trump, permite al presidente apuntarse un tanto en los prolegómenos de las primarias del próximo año, pero es precipitado ir mucho más allá. La complejidad del ciclo histórico en las sociedades musulmanas -el caos libio, la dictadura egipcia, las guerras de Siria y Yemen, el agravio palestino, la efervescencia libanesa de estos días– hace que estas acumulen tasas de frustración, pobreza y marginación suficientes como para llegar sin gran esfuerzo a la conclusión de que el yihadismo retiene al grueso de su auditorio y a quienes lo justifican sin formar parte de la trama.

Nada cambia demasiado la muerte de un líder terrorista, referencia más allá de su círculo inmediato, porque quienes le siguieron en la victoria, aunque fuera efímera, constituyen la cantera de herederos capaces de reorganizarse, bien con otro nombre bien con otro líder.