La biblioteca de Rovira

Dos noches entre libros

Me conmueven estas anécdotas de personas que tuvieron que abandonar sus libros para salvar sus vidas

Libros de la colección personal del autor mexicano Jaime García Terrés en las estanterías de la recientemente renovada y renombrada biblioteca 'Ciudad de los Libros', que incluye colecciones personales de autores y poetas, en Ciudad de México.

Libros de la colección personal del autor mexicano Jaime García Terrés en las estanterías de la recientemente renovada y renombrada biblioteca 'Ciudad de los Libros', que incluye colecciones personales de autores y poetas, en Ciudad de México. / periodico

Care Santos

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La madrugada del 26 de enero de 1939 fue larga en Barcelona Barcelona. El ejército franquista ya había pasado el Llobregat y de un momento a otro caería sobre una ciudad silenciosa, que parecía muerta. Se cuenta que Jordi Rubió i Balaguer pasó esa noche en el actual Palau de la Generalitat, en la que fuera la primera sede de la Biblioteca de Catalunya, velando los muchos y muy valiosos volúmenes que él mismo había colaborado a reunir bajo aquel techo. La imagen en sí misma es una paradoja: un hombre sentado y solo en un lugar que simboliza la civilización esperando a que le eche de allí un ejército invasor, la representación de la barbarie.

Sólo tres madrugadas antes, en la misma ciudad, otro hombre había pasado la noche entre sus libros: Antoni Rovira i Virgili, quien el 23 de enero fue desalojado de la ciudad con el máximo secreto, lo mismo que el resto de representantes de las instancias oficiales. Rovira tuvo que abandonar en su huida su biblioteca personal de varios miles de volúmenes, pero antes de hacerlo los veló toda la noche, para despedirse, y escribió en sus cuadernos lo que para él significaba esa pérdida: sin duda, fue una de las páginas más amargas de la guerra. En sus memorias cuenta el entonces diputado del Parlament de Catalunya que tuvo la tentación de llevarse algunos ejemplares, tal vez los más valiosos, acaso los más queridos, pero que desistió. El viaje que iba a emprender prometía ser largo y complicado, y el peso de los libros no era conveniente. Ante la imposibilidad de llevarse ninguno, los abandonó todos. Él sabía que iba a recordarlos toda su vida, como así fue.

Me conmueven estas anécdotas de personas que tuvieron que abandonar sus libros para salvar sus vidas. No diré que perder una biblioteca es lo peor de una guerra, porque sería una banalización, además de una falsedad. Pero sí proclamo que poseer libros y tener la oportunidad de disfrutarlos y conservarlos es lo mejor de los tiempos calmos. Lo mejor de la civilización.