FUERA DEL ESLOGAN

La última tormenta

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Miqui Otero

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Uno:

Quizás porque todo va muy rápido, me ha dado por pensar en mitología griega. Suena a ponerse a reflexionar sobre el imperativo categórico entre balas de goma, pero en realidad puede ser útil. Si me cedéis unos minutos, lo intento.

Salmoneo era un rey de Elis, hermano de un tal Sísifo que le arrebató una fama que su historia merecía. El tipo solía decir que era tan poderoso como el mismísimo Zeus. Se jactaba, incluso, de poder convocar tormentas como el capo del Olimpo. Para ello, hizo construir un puente de metal, por donde se paseaba rebasando la velocidad permitida a bordo de un carro, de cuyos barrotes y ruedas había colgado cacerolas y barras de hierro para generar el estruendo del trueno. Obligaba a sus súbditos a lanzar hacia el cielo antorchas para emular el brillo de rayos y relámpagos que agrietaran el cielo. Cuando el simulacro llegó a oídos de Zeus, lo castigó con un rayo muy poco simbólico, muy real, que mandó a un Salmoneo chamuscado a las profundidades de Tártaro.

¿Por qué hacía eso Salmoneo? ¿Era un tío verdaderamente soberbio, inconsciente de esa respuesta, o muy valiente? ¿O lo suyo era una burla simbólica con mucho sentido del humor? ¿Condenaba con su actitud al pueblo sobre el que reinaba? ¿A los esbirros de las antorchas hacia el cielo? ¿Era una rebeldía pura o una imitación a escala de la tiranía que lo sometía? ¿Lo hacía para imponer cierto respeto entre los suyos, que ya dudaban de él? Bien, todo eso se puede discutir, según desde dónde lo mires (desde al lado del gran trono o a los pies de los caballos del carro o en tu casa). Lo que no se puede discutir, de ningún modo, es que la furia vengativa de Zeus estaba ahí mucho antes de que Salmoneo decidiera ponerse a emular tormentas con su juguete, así que no se le puede culpabilizar a él del carácter de Zeus, poseedor de la violencia real y posibilitado para ejercerla, tanto si la actitud de Salmoneo nos parece heroica como si la vemos ridícula, sobreactuada, contraproducente.

Dos:

En los últimos meses, al margen de las tormentas de caceroladas independentistas, del mucho ruido mediático populista aquí y allá, ha habido tantísima confusión terminológica y contradicción simbólica que, de repente, no sé si nos debería extrañar el incendio real. Se ha declarado pero no se ha declarado la independencia, se ha capitalizado electoralmente la protesta sin reparos y se ha enarbolado para esconder recortes de todo tipo, se ha elogiado el pacifismo y condenado a nueve años, se ha condenado por violencia en una sentencia que ha dado paso a una violencia más palpable y menos abstracta que la que interpretaba muy (desproporcionada y) elásticamente la judicatura, las fuerzas del orden eran poli bueno y poli malo casi a la vez, los discursos marginales son hegemónicos porque son marginales, son populares pero también institucionales hasta que dejan de serlo, ha habido extrañamiento por el levantamiento contra un Estado que se consideraba represivo y también ha habido sorpresa cuando ese Estado represivo ha reprimido y no un plan B que la calle creía tener, se ha invitado a apretar y luego se ha lijado a hostias cuando se ha apretado, se ha apretado metafórica y literalmente, ha cuajado un patriotismo folclórico y coreográfico alarmantemente henchido de fe, se ha insinuado (siempre) la idea de unos infiltrados externos mientras desde dentro se reivindicaba lo que pasaba, se ha insultado una y otra vez la inteligencia en estéreo hasta que su llama se ha convertido en pavesa. Fijado un único eje de discusión nacional, se han trenzado alianzas tan improbables que harían dudar a un zurdo de poder escribir renglones rectos con su mano derecha. Se ha hablado de democracia con el Parlamento en suspenso y se ha ofrecido diálogo negando lo que el otro reivindicaba debatir. Se ha hablado tanto de violencia que luego cuando ha llegado se han agotado las palabras.

Se ha llamado tantísimas veces facha a todo el mundo que, de repente, han aparecido unos fachas en las calles con cuchillos jamoneros y se les ha llamado de todo menos fachas  

Y se ha llamado tantísimas veces facha a todo el mundo que, de repente, han aparecido unos fachas en las calles con cuchillos jamoneros y, al contrario de lo sucedido hasta ahora, se les ha llamado de todo menos fachas: unionistas, portadores de banderas por la unidad de España, nostálgicos arrebatados. Constitucionalistas con banderas preconstitucionales. La cosa me recuerda a ese tipo, de los ensayos de neurología de Oliver Sacks, que un día confundió a su mujer con un sombrero.

Tres:

Mirad: a algunos nos cuesta, en este baile de disfraces, fijar nuestro lugar o articularlo en 100 caracteres, aunque ese lugar no está en el centro, sino más bien, a diferencia de los lavabos, al fondo y a la izquierda. Tenemos clarísimo nuestro antifascismo como mínimo común denominador, pero también tenemos clara la tristeza de que ese sea el único nexo (ese y la dimisión de Quim Torra, el que intenta acaparar esa idea de un nosotros de contenida pureza convergente, solo articulable por ellos; ellos, representados ahora por un tipo que logra insultar a todos porque insulta la inteligencia, incluso la de aquellos que dice representar -a muchos ya los ha perdido- y aún más la de aquellos a los que jamás se dirige).

Lo he hablado con muy buenos amigos, aunque quizás deberíamos hablar con los que no lo son tanto. Nuestros dioses, hasta ahora, no tenían que ver con la mitología griega y mucho menos con nuevos predicadores, políticos, gurús con soluciones mágicas. De tenerlos, eran cantantes, escritores, padres y madres, trabajadores honestos. Gente que hacía de este un mundo mínimamente habitable. Quizás ya parezca increíble, pero nunca hemos sido nacionalistas, de ninguna nación, por lo que nos vemos jugando a un deporte del que desconocemos las reglas, no entendemos mecanismos, nos aburre y cuando no nos aburre nos preocupa. Por eso nos cuesta, ahora, incluso entendiendo que ese debate nacional se ha rebasado, defender todo sin matizar nada. Aunque también nos envenenamos si seguimos mordiéndonos la lengua, así que hablamos, aunque no se escuche y aunque no se entienda. Fuera del eslogan, nuestros argumentos (falibles, aparentemente titubeantes) se diluyen, como tirando un 'alka-seltzer' en una piscina enorme y abarrotada de gente gritando. Tenemos más preguntas que respuestas, y las certezas que tenemos (el antifascismo, el diálogo real, la votación acordada, la rabia por la represión y por el oportunismo) ya las hemos dado tantísimas veces que hasta nosotros podríamos dudar de ellas, como cuando repites la misma palabra muchas veces hasta que pierde el sentido (jamón, monja, jamonjamonjamonja).

En medio de la tormenta perfecta (sentencia, elecciones, líderes mermados e incapaces, inminente recesión sin haber curado la crisis ni despejado horizontes posibles), solo esperamos que el siguiente rayo de Zeus no sea demasiado funesto, aunque seguimos chapoteando aferrados a nuestras radios porque tenemos que saber qué pasa y porque nos gustaría que esto dejara de pasar o no volviera a pasar. Volver a pensar que uno puede estar equivocado en casi todo, hasta en que está equivocado.