Análisis

La sentencia y la fractura

No se puede resolver un problema político con la judicialización de la política, pero que la solución sea política no excluye el reproche penal

Fachada del Tribunal Supremo

Fachada del Tribunal Supremo

José A. Sorolla

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Dos años después de los hechos de septiembre y octubre del 2017, este lunes o el martes conoceremos con detalle la sentencia del Tribunal Supremo sobre el 'procés'. Filtraciones coincidentes dan por hecho que la condena será por sedición para los nueve procesados que están en prisión preventiva y solo por desobediencia para los otros tres que se encuentran en libertad. Entre el delito más grave, el de rebelión, y el menos grave, el de desobediencia, los jueces han tirado por la calle de en medio de la sedición, confirmando así que el cambio de calificación de la Abogacía del Estado -renunció a la rebelión antes del juicio- no era gratuito, aunque tuvo que soportar numerosas acusaciones de sumisión al Gobierno de Pedro Sánchez. La variación acarreó incluso la dimisión del abogado del Estado Edmundo Bal, que pronto se transformó en candidato electoral de Ciudadanos.

La sentencia tendrá que explicar por qué se descarta la rebelión, un delito contra la Constitución para declarar la independencia de una parte del Estado, y se condena por sedición, un delito contra el orden público. La diferencia puede estar, según algunas filtraciones, en que la violencia necesaria para la rebelión no fue instigada por los procesados, que sí, en cambio, promovieron los tumultos destinados a impedir la aplicación de las leyes o la actuación de las autoridades o de los funcionarios públicos.

Judicialización

Durante estos dos años, se ha repetido un argumento cierto pero incompleto: no se puede resolver un problema político con la judicialización de la política. Pero que la solución sea política no excluye el reproche penal. Expertos alineados en las filas  independentistas han llegado a sostener que no había delito alguno, ni siquiera el de desobediencia, que hasta los abogados defensores reconocieron en el juicio. Hemos escuchado reiteradamente los argumentos de que votar no es delito y de que los referéndums están despenalizados, pero el delito consiste en desobedecer al Tribunal Constitucional, que había declarado la ilegalidad del referéndum del 1-O, no en depositar la papeleta.  

Los jueces ni consideran las tesis del trampantojo y de la pantomima -todo era mentira, no hicieron nada de lo que dijeron que harían-, las últimas teorías, después de la del farol, para exculpar a los procesados. Quienes las propagan son los mismos que sostienen que en Catalunya no hay ni fractura política ni fractura social. Tienen razón. No hay fractura política -hay independentistas de derechas y de izquierdas- y tampoco fractura social: hay independentistas en todas las clases sociales. Lo que hay es mucho peor. Es una fractura existencial que en muchas ocasiones encierra a las otras dos y que afecta a lo más íntimo, que es la identidad de las personas. Algunos descubren ahora -a buenas horas- que uno de los mayores errores del independentismo ha sido no ponderar suficientemente los lazos afectivos entre la sociedad catalana y la española. Solo quien no tiene en cuenta los derechos y los sentimientos de esas personas puede sostener que no hubo delito.