Feminismo

El fin de la infancia

¿Quién va a querer quedarse en una infancia como esta? Más valía espabilar y hacerte tú las cosas, como les repetían tantas veces

opinión

opinión / LEONARD BEARD

Najat El Hachmi

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Tienes 12 años. Juegas a saltar, pasas las tardes en la calle, persigues a niños y niñas, notas la sangre en las mejillas cuando aceleras la carrera para coger la pelota y no convertirte en conejo muerto si te caes al suelo. Disfrutas aún del lujo de no cargar con responsabilidades adultas, aunque a ti, por el simple hecho de ser niña, ya llevan tiempo tratándote de forma distinta a como tratan a tus hermanos varones. Años más tarde te darás cuenta de que ellos, a pesar de haber compartido contigo la misma infancia y de haber visto de cerca la injusticia del trato diferenciado, no serán nada conscientes de la situación.

A ellos no les ha pasado, tenían asuntos más interesantes de los que ocuparse. No lo veían, qué va, que no tenía lógica alguna que a la niña, por niña, se le pidiera barrer, fregar, lavar platos, aprender a ser una buena <strong>ama de casa</strong>. No solamente no lo veían sino que se burlaban de ti. Así se lo habían enseñado, así los habían educado. Pisaban cruelmente los fregados dejando sus pisadas marcadas en el suelo que habías dejado brillante. Y aunque gritabas y bullías de indignación, volvías a la tarea, que no había forma alguna de hacerla más llevadera. Como mucho ponerte los 'walkman' y evadirte del presente denigrante. No por la imposición del trabajo doméstico sino por ser esta específicamente femenina. Y aún gracias que no te pedían hacerles tú las camas a tus hermanos o lavarles la ropa a mano como habían hecho generaciones enteras de mujeres antes que tú.

Las madres

“¿De qué te quejas?", te decía tu madre, “yo a tu edad ya hacía tal o tal cosa”. Y lo contaba con orgullo, sin compadecerse ni un poquito de la niña que no pudo ser en un mundo donde no existía más que la infancia más temprana, la de la dependencia innegable. No levantaban un palmo del suelo, ellas, y ya se ocupaban del que venía después. Se limpiaban solas los mocos, se sacudían las moscas y buscaban entre las carnes mullidas de las abuelas o las tías el refugio que las madres, atareadas como estaban, no les podían ofrecer.

¿Quién va a querer quedarse en una infancia como esta? Más valía espabilar y hacerte tú las cosas, como les repetían tantas veces: “levántate sobre sus propios pies”. Y sobre esa capacidad de sobreponerse a las circunstancias, de no necesitar a la madre, de cumplir con infinidad de trabajos con la eficacia de mujeres de veinte años, construyeron el amor propio que las sostuvo a pesar de las vicisitudes de la vida. ¿Qué nos podían enseñar a las hijas? Pues lo que a ellas las había hecho fuertes, lo que les había permitido sobrevivir.

La infancia puede que fuera un paraíso para ilustres escritores de buena cuna, quienes crecieron entre cojines blanditos y comían papillas de textura aterciopelada hasta que los dientes les permitían hacer el esfuerzo de masticar. Pero para la mayoría de personas en todo el mundo y aún hoy en muchos sitios, la infancia es un espacio inhóspito en el que la vulnerabilidad propia de la edad nos deja expuestos a la intemperie de un mundo nada acogedor.

No hace falta irse a Dickens para rescatar esta realidad, uno puede leer 'Necesitamos nombres nuevos' de Noviolet Bulawayo y descubrir, por ejemplo, el personaje de una niña embarazada. La infancia se hace paraíso a golpe de derechos humanos fundamentales, de tratados internacionales, de convenios legales y organizaciones de protección. Y de toda una tradición de filósofos, psiquiatras y pedagogos que nos cuentan la importancia de preservar de las inclemencias del mundo los primeros años de vida.

'Ya eres una mujer'

Pero tienes 12 años y la infancia se acaba. No porque quieras hacerte mayor sino porque un buen día te encuentras con una <strong>mancha inesperada</strong>, escandalosamente roja. Sabías que el momento llegaría tarde o temprano pero creías que sería más tarde que temprano. No quieres crecer cuando sabes que la vida que te espera como mujer comporta restricciones a tu libertad, a tus derechos, que el lugar que ocupas en el mundo se va a empequeñecer. Deseas con todas las fuerzas quedarte como estás ahora, sin unas carnes que se convertirán en un peligro público porque así te lo han contado tantas veces. Y por eso te tendrás que tapar, esconder cuando haya visitas de hombres desconocidos, tendrás que dejar de perseguir a los niños y jugar con ellos como si fueras una chiquilla.

Se acaba la infancia por un simple acontecimiento biológico: tienes la regla, ya eres una mujer. Y aún gracias que no te pasa como a la amiga a quien le vino con 8 añitos y la madre le dijo que ya se podía olvidar de la playa. No somos mujeres ni con 8, ni con 12, ni con 16. Somos mujeres cuando la personalidad, el pensamiento, la madurez nos permite serlo. Pero la sangre te delata. Y por mucho que la escondas, parece que todo el mundo a tu alrededor ha descubierto tu defecto.     

Escritora.