El conflicto catalán

Los errores del 1 de octubre

La protesta es legítima, la desobediencia masiva -civil o institucional- tiene el peligro de solo complicar las cosas

Acto en recuerdo del 1-O.

Acto en recuerdo del 1-O. / periodico

Joan Tapia

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El 'president' Torra ha dicho que el 1 de octubre del 2017 fue el acto fundacional de la República. Es, en el mejor de los casos, una licencia romántica. Y el recuerdo de aquel día es más bien triste. Unos políticos elegidos, pero con solo el 48% de los votos, se creyeron legitimados para, saltándose la Constitución, el Estatut, los avisos del Tribunal Constitucional y el dictamen de los letrados del Parlament, convocar un referéndum ilegal. Olvidaron que violar el Estado de derecho es incompatible con la democracia y que la desobediencia institucional no lleva a nada.

Pero la acción del Estado fue desproporcionada y alteró la convivencia. El referéndum ilegal no era válido desde el primer momento -más cuando se podía votar en cualquier colegio lo que le quitaba toda legitimidad- y no fue prudente recurrir a acciones policiales que enervaron a parte de la ciudadanía y dañaron el prestigio del país. De ser un modelo de transición a la democracia pasamos a ser un Estado problemático. Y la larga prisión preventiva e incondicional de los encausados no ha sido comprendida por buena parte de la población catalana y ha aumentado su desconfianza respecto al Estado. Al final se ha celebrado el juicio, retransmitido por televisión, y se espera una inminente sentencia que puede incrementar la división social.

Debería ser el momento para recapacitar sobre los errores cometidos -por todos- e intentar una gestión de la sentencia que no ahondara la crispación, sino que ayudara a desbloquear la partición de Catalunya -un muy diverso 52% no suscribe el separatismo- y el desencuentro crónico entre los Gobiernos de Madrid y Barcelona.

Es difícil que sea así -y más en época preelectoral- pero la buena noticia es que el aniversario del martes transcurrió con relativa normalidad. Hubo sí protestas, pero pacíficas y, como Jordi Sànchez y Jordi Cuixart habían pedido, sin violencia. Pero los llamamientos a la desobediencia son peligrosos. Una cosa es la legítima protesta y otra -distinta- la desobediencia civil y no digamos la institucional.

Además, así se fractura -ahí están las diferentes actitudes de Torra, el vicepresidente Aragonès y el 'conseller' Buch en el pleno del pasado jueves- y se mina la autoridad de la Generalitat. Muchos independentistas afirman con razón -pero con cuidado para no perjudicar- que la protesta no es incompatible con admitir el error de la unilateralidad. Predicar la desobediencia daña el prestigio del Gobierno catalán. Los Mossos, la policía catalana, deben cumplir la legalidad y así lo acaban de hacer forzando la retirada de la pancarta con el lazo amarillo. Y la crisis entre Torra y la Conselleria de Interior ya se ha cobrado los últimos días la cabeza de Joana Vallès, la jefe de prensa, y de Andreu Joan Martinez, el director de los Mossos.

Las instituciones no pueden ir contra la ley sin perder autoridad. La crisis de Interior está ahí y es llamativo que mientras Torra recrimina, Pedro Sánchez declare (el martes a la SER) que su confianza en los Mossos es total.