Análisis

El Parlament invierte en descrédito

Lo devastador para la credibilidad de la cámara y del conjunto de las instituciones históricas de Catalunya es abrazar de nuevo la desobediencia institucional como si aquí no hubiera pasado nada en el otoño del 17

Ernest Maragall y Carlos Carrizosa, durante el tenso pleno de política general en el Parlament, el jueves.

Ernest Maragall y Carlos Carrizosa, durante el tenso pleno de política general en el Parlament, el jueves. / periodico

Jordi Mercader

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El Parlament está mucho peor que la sociedad catalana en términos de intolerancia, falta de serenidad e imprudencia. Algunos diputados se esfuerzan a destajo en demostrarlo, no todos por suerte, pero los pocos que se resisten a la deriva son acallados, acusados de equidistancia por los bandos irreconciliables. Sin embargo, la Cámara catalana puede soportar el más irritante de los debates parlamentarios como cualquier hemiciclo democrático.

El descrédito del Parlament no vendrá por la exasperante insistencia de Ciudadanos en asociar al movimiento independentista con la violencia sin más pruebas que su necesidad de que esto sea así para sobrevivir electoralmente; tampoco por la insoportable demagogia argumental de la CUP ni su capacidad de arrastrar a muchos diputados de ERC y JxCat a sus posiciones, temerosos de ser señalados como timoratos; ni siquiera por el evidente ejercicio de discrecionalidad a cargo de la presidencia de la Cámara en la defensa del respeto a personas e instituciones. Todo esto es humo propio de un debate exacerbado pero debate a fin de cuentas. Lo devastador para la credibilidad de la Cámara y del conjunto de las instituciones históricas de Catalunya es abrazar de nuevo la desobediencia institucional como si aquí no hubiera pasado nada en el otoño del 17.

La pretensión de la mayoría independentista de legitimar dicha desobediencia institucional, desoyendo al mismísimo Tribunal Europeo de Derechos Humanos y enmascarándola con la desobediencia civil (una opción indiscutible), induce al pesimismo porque supone un retroceso respecto de una supuesta reflexión, especialmente en ERC, sobre los errores cometidos hace dos años. La 'operación Judas' (con su espectáculo policial, las denuncias de los abogados sobre irregularidades y las sospechas de terrorismo, pendientes de demostrar, formuladas sobre un minúsculo grupo de independentistas) llegó en el momento oportuno para exasperar a unos dirigentes obsesionados en ofrecer algún tipo de respuesta a la sentencia del Tribunal Supremo que vaya más allá de la crítica a la misma.

Dos años perdidos. Reinstalados en la desobediencia, pero en una situación mucho más frágil.  Hay dirigentes políticos en la cárcel, se comprobó la fortaleza del Estado ante la confrontación unilateral, también se han podido constatar los previsibles límites del diálogo con un gobierno constitucional cuyas ofertas no cumplen siquiera con las expectativas de una reforma de la Constitución, y a todo esto, el independentismo se enrocó en el discurso de la supuesta represión del estado de derecho, evitando adentrarse en la gestión de la frustración de sus bases por tantos brindis al sol. Y a falta de ideas, regreso al pasado, empujados los partidos oficialistas y parlamentarios por el discurso del poder popular de la CUP, de la mano de Quim Torra, cuyas exhibiciones de desobediencia suelen quedar en nada, absortos en la ensoñación de que de las ruinas de la Generalitat van a levantar una república esplendorosa.