Agresividad y mala educación

Correctores compulsivos

En la comunicación diaria no vamos señalando errores a los demás porque, además de descortés, es destructivo

Ilustración de María Titos para el artículo de Rosa Ribas

Ilustración de María Titos para el artículo de Rosa Ribas / MARÍA TITOS

Rosa Ribas

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Cuenta hasta diez antes de responder a una provocación, antes de dar una respuesta airada, antes de… O mejor, cuenta antes otra cosa.

Por ejemplo, que durante muchos años fui profesora de español como lengua extranjera en Alemania. En ese tiempo no solo impartía clases de lengua, sino que también investigué sobre temas didácticos. Mi especialidad era un tema muy delicado, la corrección de errores. Cuando alguien aprende, comete errores y es necesario corregirlos para mejorar y avanzar. Hasta aquí lo que todos sabemos. Pero todos sabemos también que es duro, incluso desagradable, ser corregido. La corrección es un acto de comunicación bastante descortés, porque en muchas, a veces en demasiadas, ocasiones interrumpe el discurso del otro para meter una cuña gramatical. En la didáctica de lenguas se estudian formas de corregir que ayuden a aprender y a la vez sean respetuosas con los alumnos, porque todos sabemos cuánto nos inhibe el miedo a cometer errores, que nos toca la autoestima, que puede frustrar si se hace en exceso o en un momento inoportuno. En clase les enseñamos a los alumnos que tampoco es tan grave cometer errores gramaticales mientras consigan comunicarse y lo hagan de un modo cortés.

Corregir los errores lingüísticos también es un acto de comunicación que implica cierta jerarquía. Por eso, es aceptable y aceptada en un contexto en el que existe lo que sería un contrato entre los interlocutores: corrigen los padres a sus hijos pequeños cuando están aprendiendo a hablar; corrigen los profesores a los alumnos. Y lo hacen porque tienen que hacerlo, porque es su tarea como formadores.

Pero en la comunicación diaria, no vamos corrigiendo a los demás. No lo hacemos porque, además de descortés, es destructivo. Si alguien nos está contando algo y, pongamos, pronuncia mal una palabra o conjuga mal un verbo o usa mal una preposición y se lo corregimos, mostramos que nos interesaba menos que poco el contenido. Demuestra también que carecemos de sensibilidad, de buenas maneras, de competencia comunicativa. Implícitamente nos estamos poniendo por encima del otro porque nos arrogamos el derecho de interrumpir su discurso para decirle que 'habla mal'. Por eso no solemos hacerlo.

Pero existe gente que por los motivos que sean (militancias, problemas de personalidad, mala digestión…), no pueden reprimir su necesidad compulsiva de dar lecciones gratuitas de lengua cuando se les presenta la ocasión. Hace unos días, durante la Setmana de Llibre en Català en Barcelona tuve la oportunidad de disfrutar de una de ellas.

Estaba en uno de los estands de libros conversando con el librero. Para que se entienda mejor la situación, hablábamos cara a cara y estábamos detrás del mostrador. Le comentaba que esos días iba a hacer un largo trayecto en tren y cuánto me apetecía disfrutar el tiempo que concede un viaje así para leer. Entonces él me explicó que también tenía previsto un viaje largo. Hablábamos en catalán y él me dijo que su tren salía a “les nou i mitja”. De pronto, una voz nos interrumpió. Una señora que estaba mirando libros nos miraba desde el otro lado del mostrador con expresión acusadora y nos lanzaba en un tono cortante y con la mirada cargada de cólera divina “es diu dos quarts de nou” y añadió: “Ja que estem a la Setmana del Llibre en Català el mínim és que parleu correctament”. Cerró de un golpe el libro que estaba hojeando, nos dio la espalda y se marchó con la actitud satisfecha de quien cree que les ha dado una lección bien merecida a otros, la cabeza bien erguida por el sentimiento de superioridad.

El librero y yo nos quedamos tan atónitos que no pudimos pronunciar palabra. Después nos encogimos de hombros y sonreímos solidarios, pero la conversación había muerto, asesinada por esa recriminación lanzada como un cuchillo.

Puede parecer una historia mínima, pero no se me fue ni se me ha ido de la cabeza desde entonces. Porque, aunque haya empezado a escribir estas líneas procurando darles cierto tono científico y recurriendo a la terminología que adquirí durante años de profesión, en realidad estoy muy cabreada, porque no dejo de preguntarme quién se creía que era esa señora para ir dando lecciones de lengua a dos desconocidos, porque no puedo dejar de sentir el golpe de la agresividad con que nos abordó, porque no salgo de mi asombro al recordar la prepotencia con la que se dirigió a nosotros.

Recordé a mis alumnos cuando les hablaba de la cortesía verbal, y pensé que también en la propia lengua es preferible menos corrección lingüística y algo más de buena educación.

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