No solo fútbol
La epidemia del tedio
El canon de modernidad futbolística ha desplazado del campo de juego a jugadores y entrenadores controvertidos que ensalzaban por contraposición a otros más nobles, relegando la épica del campeonato al pasado. Las primeras jornadas de la Liga así van
Josep Martí Blanch
Periodista
Andamos con cinco jornadas a cuestas y no sabemos a qué agarrarnos. Y lo peor es que por lo pronto no hay asidero a la vista. Esto acaba de empezar, ya vendrán tiempos mejores, dirán los entendidos; y tendrán razón. Tanta como que también es cierto que la experiencia permite adivinar a los cinco minutos de una primera cita si existe una brasa que acabará en incendio o no hay más cera de la que arde, y siendo así de follar ni hablamos. A estas alturas, y visto lo visto, puede aventurarse que «la esperanza es lo último que se pierde» va camino de ser la frase de la temporada.
Lo primero que necesita el fútbol es un demonio externo. Cualquiera en quien proyectar la voluntad de pasarle por encima como un rodillo, atropellarlo y dejarlo maltrecho en una imaginaria cuneta. Sin la obsesión de un estandarte enemigo del que apropiarse el fútbol cabrea o aburre. O ambas cosas a la vez. Esto fue el Barça en Granada y, de un tiempo a esta parte, en otros tantos lugares. Un grupo de hombres en una viñeta de Forges echando una cabezadita.
Escasez de malotes y villanos
La epidemia de tedio no afecta solo al ejército azulgrana. El virus del aburrimiento amenaza al campeonato entero. Cualquier resultado de cualquier equipo de cualquier jornada puede resultar tan insípido como una magdalena vegana si no se aliña con los ingredientes que engrandecen la batalla que debe librarse cada semana, también antes y después de los partidos.
Es ahí donde la Liga española enseña este año sus carencias. Hay escasez de malotes y villanos, héroes y titanes, sobre los que poder construir la epopeya del campeonato. Se añoran entrenadores que calienten los partidos, directivas que no sean como el pan de régimen y armen barullo de vez en cuando, jugadores petulantes, vanidosos y fantasmones para contraponerlos a los modestos, humildes y generosos.
¡Por Dios! Algo que nos erice la piel y no un videojuego de gráficos avanzados. ¡Nos aburrimos! ¡Incluso Simeone ha mutado hasta asemejarse a un embajador de Dinamarca! ¡Queremos caña! Y la queremos antes de que media temporada se nos haya ido por el sumidero.
Decidimos un día, al empuje de los vientos del fin de la historia, que debía purificarse el fútbol, purgarlo de excesos verbales, practicarle una sangría de testosterona, laxarlo hasta la desaparición de los errores arbitrales, atiborrarlo de ingenieros de datos para que solo los chamanes alcanzasen a entender los análisis técnicos y convertir los estadios en atracciones turísticas en las que fuese posible vivir una experiencia digna de un feliz instagramer. El fútbol sentado en las escuelas de negocios aprendiendo a empaquetar activos, mejorar procesos e inflar expectativas al 'modo Rosalía'. 'Fucking Money Man' y presupuestos por encima de los mil millones de euros.
Más Esparta y menos Atenas
Y lo cierto es que cabalgamos a gusto el potrillo de la modernidad futbolística y ponemos buena cara a lo nuevo, tal y como aconsejan los manuales de felicidad escritos por los pesados popes de la autoayuda. Todo nos parece bien, estupendo o maravilloso; puede que incluso magistral o sobresaliente. Cuando se quema el arroz repetimos, como pasando el rosario, una bolita, dos bolitas, tres bolitas, que no solo está buenísimo sino que en ningún paellero ha habido nunca otro mejor.
Pero a veces es imprescindible recordar lo esencial. No sea que, a base de adornos, de añadir profiláctico sobre profiláctico, corramos el riesgo de olvidar que la pelota rueda mejor a pelo y sin precauciones. Y lo esencial es darse cuenta de que sin la pulsión animal que empujó al fútbol a ser lo que es tenemos todos los números para acabar hastiados. Esto se inventó para que el césped sea el escenario de una cruzada a vida o muerte entre santos y demonios, buenos y malos, nosotros y ellos. Más Esparta y menos Atenas.
Aclaremos que no fantaseamos con la mentira de que cualquier tiempo pasado fue un paraíso, aunque tampoco sea obligatorio creer a pies juntillas que el mañana siempre es mejor que el hoy. No reivindicamos el balompié de carajillo y caliqueño. Ni vamos a componer un fado para llorar los tiempos en los que solo existía como unidad de mesura el tamaño de los testículos. Queremos buen fútbol, gente guapa y educada, con múltiples intereses, que incluso ponga en el mercado una línea de ropa con su marca propia como acaba de hacer Messi. Pero por encima de todo merecemos una Liga que parezca una Liga, un poema épico de 38 cantos, no el sucedáneo mortecino y descorazonador que se nos viene ofreciendo en estas primeras jornadas.
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