ANÁLISIS

El rey (¿caído?) de Israel

Por muy entretenido que sea ver si Netanyahu sigue o no en el poder, no es lo substancial. Lo importante es que en Israel siempre gana el sionismo

Netanyahu señala el Valle del Jordán en un mapa durante un acto de su campaña electoral.

Netanyahu señala el Valle del Jordán en un mapa durante un acto de su campaña electoral. / periodico

JOAN CAÑETE BAYLE

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Una buena amiga, vecina de la oficina del Primer Ministro en Jerusalén, llama con sorna a Benyamin Netanyahu –bueno, a Bibi, siempre Bibi–, el «rey de Israel», por su personalidad altiva, por su capacidad para alcanzar y mantener el poder, por la confusión de los intereses de su persona con los del país, por el estado de culebrón permanente en que se encuentra sumida su familia, su mujer con ínfulas de diva, su hijo que tanto gusta de incendiar las redes.

Es comprensible la fascinación por Bibi, figura clave de la historia reciente de Israel, presencia constante en la política israelí desde la década de los 90. Es por este motivo que esta repetición electoral en Israel iba en realidad solo sobre Bibi, y que sea natural que lo único que importe es si Bibi va a continuar en el poder o si, Avigdor Lieberman mediante, dejará de ser vecino de mi amiga e iniciará el lento e inexorable declive que el destino depara a todos los dioses. Si Netanyahu deja de ser primer ministro, un largo proceso por corrupción lo aguarda. Un final demasiado mundano para tanta grandeza. Es muy arriesgado dar a Bibi por derrocado por mucho que su discurso la noche electoral en Tel-Aviv fuera la viva imagen de la decadencia. Muchos lo han hecho antes y Bibi siempre los ha desmentido.

En la dinámica de convertir la política israelí en un asunto de halcones y palomas, Netanyahu ha sido siempre visto en Occidente como el halcón por antonomasia. Los defensores del proceso de paz le suelen acusar de haber contribuido como pocos a hacer descarrilar los acuerdos de Oslo y a enterrar la solución de los dos Estados. Es excesivo atribuirle en exclusiva tales hazañas, pero no cabe duda de que se ha dedicado a ello con empeño. Resulta muy conveniente esta división entre halcones y palomas, porque reduce las políticas de un Estado (Israel) a los impulsos de un líder (Netanyahu, antes que él Ariel Sharon, Yitzhak Shamir, etcétera) y genera la ficción de que la historia podría ir por otros derroteros si las palomas (Ehud Barak, Yitzhak Rabin) ganaran elecciones o no hubieran sido asesinadas.

El proceso de paz

Pero es una ficción. Hoy, quienes siguen hablando del «moribundo proceso de paz» ponen todas sus esperanzas en la salida de Netanyahu y en la llegada al poder de un Gobierno de centro izquierda liderado por un general de largo historial que reviva la negociación con los palestinos y aleje el fantasma de algunas de las promesas electorales de Bibi, como la anexión formal de partes de la Cisjordania ocupada. Como si la ocupación fuera cosa de Netanyahu, como si la muerte de la solución de los dos Estados hubiera obedecido a un capricho de Bibi.

No es así. Visto en perspectiva histórica desde la llegada de los primeros colonos hasta hoy, el proyecto sionista en Eretz Israel es la historia de una empresa de éxito que avanza de forma inexorable, da igual quién ejerza el liderazgo. Tras más de 50 años de ocupación de Cisjordania, después de años de impunidad en el concierto internacional y ante la ausencia de liderazgo palestino digno de tal nombre, la anexión que enarbola Netanyahu es el siguiente paso lógico del conflicto. Por muy entretenido que sea ver si Bibi sigue o no en el poder, no es lo substancial. Lo importante es que en Israel siempre gana el sionismo.