El juicio del 'procés'

Acatar una sentencia

Obedecer, a diferencia de acatar, es obligado en un Estado de derecho. Por ello, cabe esperar que nadie sea tan absurdamente imprudente como para hacer lo contrario

Ilustración artículo de opinión

Ilustración artículo de opinión / periodico

Jordi Nieva

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En las últimas semanas, un sector del independentismo dice que no acatará la sentencia del caso del 'procés' si es condenatoria. Por otra parte, se están sucediendo declaraciones de autoridades no independentistas diciendo que la sentencia debe ser acatada, sea cual fuere.

No sabemos cómo será la sentencia. A estas alturas, creo que de lo único que se puede estar razonablemente seguro es de que no va a gustar a los extremos de uno y otro bando ideológico. Entre una absolución sin matices -que es lo que creerían justo algunos independentistas- y una especie de pena 'a galeras' -que es lo que anhela el nacionalismo español- hay un amplio abanico de posibilidades, pero el Derecho -y más el Derecho penal- es limitado. Hay unos hechos probados, la gran mayoría de los mismos son notorios, y además las declaraciones de acusados y testigos y la documentación más relevante han sido públicas o publicadas. Ante semejante avalancha de transparencia, debieran caber pocas florituras. Por otra parte, la ley penal no admite aplicaciones extensivas, intentando acomodar la gravedad de las penas a la sensación de agravio o incluso afrenta que hayan experimentado algunas personas, inclusive quizás alguno de los jueces. El Código Penal dice lo que dice, y no se puede manipular para hacerle decir lo que nunca quiso el legislador que dijera. El juez aplica la ley; no es su creador y por tanto tiene que obedecerla, sin pretender acomodarla a sus deseos, mucho menos sin son políticos o simplemente emocionales.

Dicho lo cual, una cosa es 'acatar' una sentencia, y otra diferente es obedecerla. Se suelen emplear ambos términos como sinónimos, pero en realidad no significan lo mismo si se desciende al detalle. Obedecer una sentencia es obligado, así como la única posibilidad legítima en un Estado de derecho, con sus fallos y disfunciones, pero Estado de derecho al fin. Por ello, cabe esperar que nadie sea tan absurdamente imprudente como para incumplirla. Desobedecerla solo sería legítimo, y de hecho obligado, para un ciudadano de mentalidad democrática en un contexto de dictadura o de corrupción profunda y evidente -no opinable por tanto- de los poderes públicos, como vino a sugerir Blackstone en la Inglaterra del siglo XVIII. No es, por fortuna, el caso de España, pero también debe decirse que, en cualquier Estado, todos los organismos deben estar comprometidos para que jamás llegue esa situación de podredumbre. De lo contrario, pueden surgir fantoches populistas que cierren un parlamento, como en el Reino Unido, o que sugieran que la gente salga a las plazas a tomar el poder, como hizo Salvini. Es una fortuna que las instituciones democráticas hayan frenado al segundo y se hayan movilizado para hacer frente a Boris Johnson. El riesgo siempre es alto y hay que estar muy vigilantes.'

El derecho a la protesta

'Acatar', en cambio, para el diccionario de la Real Academia es "tributar homenaje de sumisión y respeto o aceptar con sumisión una autoridad o una orden de la misma". Al existir el derecho a la libertad de expresión y, por tanto, derecho a la protesta, es posible criticar la sentencia, sea cual fuere, y expresar la más rotunda discrepancia de palabra, por escrito o incluso ejerciendo el derecho de manifestación, por supuesto sin violencia ni ninguna clase de intimidación por leve que sea. Por ninguno de los dos bandos ideológicos. El límite máximo, en todo caso, es la desobediencia, que no puede ser sobrepasado por más que se discrepe con el fallo. Si no cumpliéramos las sentencias o las leyes que no nos gustan, el Estado de derecho dejaría de existir.

Pero más allá de eso, ¿qué supondría realmente desobedecer la sentencia? Las posibilidades son inexistentes o ciertamente escasas. Por un lado, pasarían por poner en libertad ilegítimamente a los presos si son condenados a penas de prisión, y por el otro supondría prolongar artificialmente su prisión en una especie de perpetuación de aquel tabernario “a por ellos”. Por otra parte, la ejecución de una pena ofrece un amplio margen de apreciación a las autoridades penitenciarias del lugar donde se encuentren internos los presos, aunque ese margen no puede entrar jamás en la irracionalidad. Ejemplos sobrados hemos visto de penas que se dejan de cumplir prematuramente o que se apuran hasta el final. Pero siempre tiene que haber una razón para ambas cosas, y la razón está establecida en la ley. La pena no es una venganza, y sólo debe aplicarse si conserva algún sentido. Tener encerrada a una persona para nada no sirve a nadie.