La escasa conciencia ecológica

La emergencia que no nos creemos

Hay todavía un pensamiento social que sitúa la emergencia climática en la otra punta del mundo, pero la tenemos delante de nuestras narices y la respiramos

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Eva Arderius

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Este 2019 han muerto de forma violenta en Barcelona 15 personas, en 2018 fueron siete y el mismo año perdieron la vida en accidentes de tráfico, 21. Cifras muy inferiores a las 351 víctimas mortales que provocó la contaminación, según los cálculos que acaba de hacer públicos el Ayuntamiento de Barcelona. ¿Qué habría pasado si invirtiéramos los números, si estas 351 personas hubieran muerto por apuñalamiento o por un tiro o incluso por un accidente de coche o moto? ¿Qué pasaría si los muertos por contaminación cayeran fulminados en medio de la calle? El impacto sería brutal y la preocupación ciudadana  también. Esta es una comparación demagógica, pero que tiene un punto de realidad. Demuestra que no nos creemos las dramáticas consecuencias  de respirar partículas contaminantes. Estas cifras no provocan la misma presión y alarma social que el aumento de delitos en Barcelona. Las muertes por contaminación son invisibles, no hay imágenes ni ninguna partida de defunción donde ponga que el aire sucio es la causa del fallecimiento. Hay todavía un pensamiento social que sitúa la emergencia climática en la otra punta del mundo, que se asocia con glaciares derritiéndose, ciudades chinas de cielos grises y a humeantes fábricas lejanas, pero la tenemos delante de nuestras narices y la respiramos. Somos víctimas de la contaminación pero a la vez la seguimos provocando.

Un estudio reciente de una consultoria afirma que solo el 27% de los barceloneses renunciarían al coche si tuvieran alternativas, en algunas ciudades como París el porcentaje llega al 50% y en Londres el tanto por ciento de ciudadanos que se olvidarían del coche sería del 42%. Los datos demuestran que todavía nos resistimos a prescindir del vehículo privado y entendemos las medidas para quitarle espacio como un ataque a la libertad personal de los ciudadanos. El debate social sobre las superilles, el tranvía y las bicicletas se centra en el derecho que tienen los barceloneses a moverse como quieran, en el civismo y en el impacto que tiene para la economía algunos cambios en la movilidad, pero no se trata suficientemente como una cuestión de salud pública.

Madrid Central y las 'superilles' de Barcelona

Estos días se han publicado dos informes más, uno demuestra la eficacia de Madrid Central, la iniciativa para quitar coches del centro de la capital que provocó un gran desgaste político a la exalcaldesa Manuela Carmena. Y el otro informe avala las superilles barcelonesas. Pero aun así, no hay una petición masiva de los vecinos reclamando que se restrinja la circulación delante de sus casas. Ni tampoco hay una acción contundente de los gobiernos para hacerlo de forma inmediata y generalizada.

Las medidas contra el choque climático todavía son motivo de desgaste político y ni los gobiernos convencidos como el de Barcelona se atreven a ir más lejos. En todo esto hay un componente social. Hay una parte de la población, y de votantes, más preocupada en pagar el alquiler que en contaminar menos, que no se siente suyo este problema. Es evidente que no todo el mundo puede cambiarse el coche y que es más fácil reciclar en pisos grandes que hacerlo en pisos más precarios. Como con la seguridad, la emergencia climática también requiere medidas sociales. No puede ser una cuestión solo de ricos, de las elites progresistas. Hay que ayudar a una parte de la población, la que vive en barrios donde no sobra el transporte público y donde no se ven demasiados coches eléctricos, a intentar prescindir del vehículo privado, a hacer uso del transporte público y a utilizar coches mas limpios energéticamente hablando.

Para aprender quizás podríamos empezar por escuchar a nuestras “Greta Thunberg”, chicas y chicos nacidos a partir del 2000 que con el nombre Fridays for Future siguen el ejemplo de la activista sueca. Tienen las cosas claras. Consideran que el reciclaje ya no sirve, que hay que cambiar el modelo, repensar las ciudades y aplicar medidas como los peajes mediambientales. En su discursos hay una cierta  acusación y culpabilización de la generación de mis padres y de la mía por cómo de sucio les dejamos el mundo. Y tienen razón. El 27 de septiembre han organizado una huelga.

De momento la revolución verde ha empezado en las escuelas y en los institutos, esperemos que los que tienen responsabilidades, los que gobiernan y gestionan, no solamente se sumen a la protesta (como hará Barcelona), sino que se hagan suyas la reivindicación y las propuestas, porque está claro que los ciudadanos, por voluntad propia, poco haremos.