Al contrataque
Histórico
Un partido ha de ser muy genial para que te acabe dando igual quien gane, como el del domingo entre Nadal y Medvedev
Milena Busquets
Escritora
Algo resulta histórico cuando no solo lo recuerda uno mismo, sino el planeta entero, o una parte importante del planeta, por eso casi todo lo que ocurre en España en estos días no es histórico, puede ser más o menos trascendental, interesante, lamentable, patético o sorprendente, pero histórico no es. Los amigos extranjeros preguntan por ello, pero más por educación que por interés, uno percibe rápidamente que la respuesta (y la conversación entera) les da un poco de pereza. Y además es difícil que algo sea histórico durante mucho tiempo, casi todo lo que ayer nos parecía histórico, hoy ya lo hemos olvidado.
Fue histórica la salida de la cárcel de Nelson Mandela, la caída del muro de Berlín, el ataque a las Torres Gemelas, algunos episodios de la guerra civil española: acontecimientos que impactaron a seres que vivían a miles de kilómetros de allí y que pasaron a formar parte de una cierta memoria colectiva universal. Casi nada es histórico, puede ser periodístico pero casi nunca histórico (digno no solo de salir en nuestros libros de historia, sino en los libros de historia de los niños que viven en el Polo Norte).
El partido de tenis del domingo entre Rafael Nadal y Daniil Medvedev lo fue. Lo hubiesen disfrutado (y entendido) desde los griegos del siglo VI a.C. (cuando todavía no existía el tenis, pero sí el deporte y los Juegos Olímpicos) hasta los habitantes de Marte del futuro, si es que algún día, como dicen, se coloniza el planeta.
El partido empezó tarde por la diferencia horaria y duró casi cinco horas, nos fuimos a dormir a las cuatro y media de la madrugada.
Al principio yo iba con Nadal, naturalmente, pero al ver cómo jugaba Medvédev, la velocidad y fuerza alucinantes, la precisión milimétrica, la pinta de héroe de Dostoievski (muy delgado, mirada de ensoñación, aspecto un poco enfermizo) y la impavidez (no sólo la suya, su esposa, fantástica, le observaba desde las gradas y a ratos parecía a punto de dormirse), pensé: "este tío es increíble, quiero que gane él".
Pero al cabo de un rato pensé: "tiene que ganar Nadal, juega mejor a tenis, es mejor tenista".
Y luego al final ya casi no me importaba quien ganase. Lo que habían hecho los dos era tan magnífico y extraordinario, tan bonito, tan loco y tan valiente. Un partido ha de ser muy genial para que te acabe dando igual quien gane. Lo del domingo se estudiará hasta en el Polo Norte.
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