Análisis

Otro año sin Diada Nacional

No hay fuerza para avanzar ni predisposición a retroceder. Lo único palpable es el empeño del presidente Torra en descreditar las instituciones históricas de Catalunya

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Jordi Mercader

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El Gobierno de la media Catalunya independentista celebró el 11 de septiembre con sus seguidores, negando así un año más la voluntad integradora de la Diada Nacional. El resto de fuerzas parlamentarias renunció a participar de la fiesta ante el descaro oficialista. 'Tornarem', decía el cartel de la Generalitat, versionando el 'ho tornarem a fer' de Jordi Cuixart al 'estilo Lluís Companys'. La conmemoración de la derrota austriacista de 1714 nunca fue unánime; las misas, las ofrendas y las manifestaciones de otros tiempos también levantaron oposición; fueran los silbidos de los lerrouxistas o los abucheos de los antisistema. Hay una tradición pues de despropósitos, pero nunca hasta el extremo de utilizar la fiesta contra más de la mitad de los catalanes por parte del Gobierno propio.

La promoción generosa de la manifestación de los suyos por parte del Gobierno de todos, confundiéndola con la celebración oficial de la Diada Nacional, asegura el éxito, sean los asistentes unos cientos de miles de más o de menos. Este 11 de septiembre se ha demostrado, además, que las miserias de la política partidista y la incompetencia de sus dirigentes no acabarán con la ilusión de quienes sueñan (y votan) con la independencia. Quienes creen no desfallecen, a pesar del desbarajuste de los partidos independentistas y las rencillas políticas y personales de sus líderes. Los manifestantes ocuparon de nuevo Barcelona para sentirse por una tarde los dueños del país o al menos de sus calles, para gritarle al Estado que aquí están y para advertir a los millones de catalanes que no participan de su sueño que el pulso es inevitable.

La demostración anual de poderío esconde, sin embargo, un déficit. El empuje de estas concentraciones es insuficiente para imponer democráticamente su proyecto a un país dividido y resultan inoperantes (felizmente) para hacer tambalear al Estado de derecho; por no tener, no tienen siquiera la fuerza para enderezar el rumbo a la deriva que siguen sus partidos. Pero da igual. El reencuentro les alivió el desencanto por tanto error de cálculo y para conjurarse para nuevos retos inmediatos que suplan el advenimiento fallido de la república. Pospuesto el objetivo final, solo queda luchar contra la circunstancia, resistir los efectos, todavía incalculables, de una sentencia que no van a poder eludir como no pudieron impedir la celebración del juicio.

No hay fuerza para avanzar ni predisposición a retroceder. Lo único palpable es el empeño del presidente Torra en descreditar las instituciones históricas de Catalunya, renovadas por la República y recuperadas por Tarradellas en los primeros pasos de la Transición. La desidia del Govern en el ejercicio de sus obligaciones es descomunal, tanto como su osadía en la instrumentalización de dichas instituciones en beneficio de su causa. La paradoja es cruel: el catalanismo político convirtió el 11-S en un clamor para recuperar y defender la Generalitat; el secesionismo, en una exhibición de excitación soberanista para cerrarla.