La hoguera

La virtud de las gallinas

Esas famosas veganas que separan a las aves de corral para evitar violaciones no están locas, son el signo de los tiempos

Activistas del santuario Almas Veganas explican cómo gestionan la puesta de huevos de las gallinas.

Activistas del santuario Almas Veganas explican cómo gestionan la puesta de huevos de las gallinas. / periodico

Juan Soto Ivars

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Hoy sabemos que las gallinas no son tan putas como dice el chascarrillo, pero olvidamos que esas famosas veganas, que las separan de los gallos para evitar violaciones, no están locas. Se está loco cuando, como Galileo, se rema contra el criterio. Se está loco cuando se vive en la herejía y se persevera en el error. Estas veganas, en contra de lo que parece, son el signo de los tiempos. Los animales son como nosotros y tienen criterio.

Prueba de ello es que, este agosto, un hombre denunció a un cuervo en Coussay-les-Bois porque el pájaro le había atacado. Y en Hamoir, un mes antes, otro denunció a unas vacas porque sus mugidos melancólicos lo desvelaban por la noche. Y otro juicio, muy mediático en Francia, casi tanto como el de Dreyfus, sentó en el banquillo a un hermoso gallo, de nombre Mauricio, acusado de molestar a una pareja con sus cantos.

Si los animales son inocentes, pueden defenderse y no tienen nada que temer de un juicio. Pasa lo mismo con ellos que con los pecadores, y si volvemos la vista al resplandor de la Edad Media, oscurecido tanto tiempo por la infame Ilustración, lo entenderemos. Entonces se juzgaba, como hoy, a los animales. Cuenta Jean Delumeau que un burro tuvo que enfrentarse a un tribunal por morder a su amo, y que unas ovejas soportaron lo propio por negarse a dar suficiente lana. Como los testimonios de las bestias no fueron convincentes, las condenaron a muerte. ¡De manera que eran culpables!

Por fin, en la cima de los siglos, las aguas vuelven a su cauce y nos liberamos de los demonios de Voltaire y de ese opresivo mastodonte, el Estado liberal. Por fin volvemos la vista adonde corresponde y apreciamos el brillo de las ordalías. En aquellos juicios, como en los que nos gustan hoy, el hereje demostraba su inocencia si no ardía encima de las llamas. 

No había de qué preocuparse. Si la acusación era falsa, Dios lo mantendría vivo en los leños encendidos. Nunca ocurrió en aquellos tiempos, como no ocurre ahora, que un inocente acabase achicharrado.