El deporte que une

Sócrates y el fútbol

El don de generar comunidad que tiene el fútbol no es fácil de encontrar, y más en los tiempos que corren. Y eso conlleva tanto un poder como una responsabilidad

El Liverpool celebra la sexta Copa de Europa de su brillante palmarés.

El Liverpool celebra la sexta Copa de Europa de su brillante palmarés. / periodico

Miquel Seguró

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El verano es tiempo de 'impasse'. En lo futbolístico, la falta de datos empíricos y competitivos sobre el impacto real de las altas y bajas abona la especulación de medios y aficionados sobre la temporada que se avista. No hay contraste, así que puede haber tantas tesis y antítesis como se quieran.

El peso del fútbol en el ocio de gran parte de la sociedad se ha explicado primordialmente por su impacto emocional en la identidad de las personas. ¿Cómo entender si no que se pueda cambiar de casi todo menos de equipo de fútbol? Se puede matizar el interés por él, algo que no es para nada infrecuente. Pero mucho más raro es que se cambie de equipo. E incluso si eso llega a suceder, más de uno aducirá que esa persona nunca ha sido verdaderamente hincha de tal equipo. Los colores, dicen, no mutan.

El logos futbolístico

El primer fin de semana del pasado mes de junio se celebró en Barcelona el ciclo 'Les Corts Escenari Literari'. La ocasión sirvió para darle bola a la relación entre fútbol y pensamiento, tomando como punto de partida el libro de Simon Critchley 'En qué pensamos cuando pensamos en fútbol'. Critchley, profesor de filosofía en la prestigiosa New School de Nueva York, es aficionado del Liverpool, lo que me recordaba que el plan ideal para mi no era estar ese día en ese lugar, a dos pasos del Camp Nou, sino en el AVE camino del Wanda. En pocas horas se jugaba la final de la Champions. Toda vez que los designios balompédicos tomaron otros derroteros, asumí estoicamente la situación y comenzamos, junto a Llucia Ramis (conductora del debate) y  Milo J. Krmpotic (traductor del libro) a darle vueltas al logos futbolístico. No en vano Sócrates fue también el nombre de un brillante jugador brasileño de los años 80.  

Siempre he pensado que el fútbol conjuga los dos principios temporales de la vida. Por un lado, la contingencia e imprevisibilidad de lo que sucede. Recurrentemente me pregunto si un mero cambio de dirección del balón en el saque inicial modificaría todo el partido. Pregunta sin respuesta. Y al mismo tiempo, el fútbol participa de la temporalidad cíclica. Pasado el partido del siglo, el ahora o nunca, el cataclismo universal, el éxtasis único…,  vuelven a haber más partidos del siglo, más ahora o nunca, más cataclismos universales y más éxtasis únicos. O, como ocurre cada verano, la repetición del mismo rito especulativo de expectativas.

Critchley sostiene en su libro que el fútbol no solo implica una concepción determinada del tiempo, sino también del espacio. Es decir, las dos formas puras de la sensibilidad que posibilitan cualquier experiencia, que diría Kant. De ahí que, como toda experiencia, un partido de fútbol sea algo nominalista, es decir, que se agota en su propia singularidad, y al mismo tiempo puede uno ponerlo bajo el prisma de un principio más universal. “Este partido ya lo hemos visto muchas veces”, se dice, para dar a entender que existe un patrón deducible de comportamiento. Como toda vivencia humana, en definitiva, única y análoga a la vez.

Generar comunidad

Más allá de estas dualidades, siempre me ha impactado la capacidad única que tiene el fútbol de propiciar la comunicación interpersonal. Póngase uno a hablar de fútbol en cualquier tesitura y fácilmente la conversación fluirá. Siempre que los interlocutores compartan el mismo atractivo por este deporte-espectáculo, claro está. Es, de facto, la premisa de toda comunidad comunicativa: compartir intereses. Insignes teóricos de la filosofía política y ética han tenido como tema de investigación la posibilidad de la comunicación y el respeto a la alteridad. Jürgen Habermas o Emmanuel Lévinas, por citar a dos de los más representativos, ambos bien conocidos por Crithley. Quizás el fútbol ayude a encontrar pistas sobre cómo se establecen tales procesos.

Este don de generar comunidad no es fácil de encontrar, y más en los tiempos que corren. Y eso conlleva tanto un poder como una responsabilidad. No deja de ser muy notable, por ejemplo, que partidarios de opciones políticas contrapuestas se abracen espontáneamente celebrando los goles de su equipo. Es la prueba de que, aun en los desencuentros más enconados, se pueden descifrar intereses comunes y anhelos compartidos. El fútbol y su radio de acción tienen la capacidad de fortalecer valores positivos o contribuir a esparcir los negativos, tanto en lo privado como en lo colectivo. De ahí su ethos social. Conviene, pues, no tomarlo a la ligera y, en aras de una sociedad más justa y feliz, ser en todo momento conscientes de su alcance. Sobre todo aquellos que hacen del deporte rey su modus vivendi.