Literatura y realidad

Ítaca mejora

Los modernos viajeros a Ítaca harían bien, antes de creer en mitos, si aprendieran a distinguirlos de las patrañas

Ilustración de Leonard Beard

Ilustración de Leonard Beard / periodico

Xavier Bru de Sala

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Desembarcamos en Ítaca, después de una navegación en mi velero, con partida al pie del castillo de Salsas y a bordo el añorado amigo Baltasar Porcel como más apasionado e ilustre de los escasos tripulantes, a finales de julio de 2001 o el 2002. Un desastre, un maquis casi desértico calcinado, cuatro casuchas medio destripadas, decepción capaz de traumatizar el más ferviente lector de Kavafis, aunque sea en versión catalana, o sea manipulada.

La idea del poeta griego, que lo importante es el viaje, la aventura, no el destino al que pretendes llegar, no es compartida ni por el protagonista del periplo de la Odisea ni por sus émulos de este otro rincón del Mediterráneo, y no me refiero a los processistes sino a sus contrarios. Después de que los griegos de la época, poco más que una coalición de bandidos del mar, lograran una inverosímil victoria sobre la altiva y poderosa TroyaUlises, que había ideado la muy ingeniosa y engañosa estratagema del caballo, tenía muchas ganas de volver en casa, abrazar a su esposa y recibir el homenaje de sus súbditos, sin duda beneficiarios indirectos del botín. Riquísimo botín, el obtenido en el saqueo, que por cierto no aparece en la literatura clásica, al menos la que recuerdo. Entonces y ahora, la sangre y la carnaza son épicos, los robos, en cambio, mueven otro tipo de pasiones, menos dignos de ser glorificadas en verso.

Independencia griega

El caso es que hace 3.000 años el reino de Ítaca dominaba el resto de islas griegas del Jónico, de clima y mar benigno y bosques con cipreses que despuntan de los pinares. Islas muy aconsejables de visitar, empezando por Corfú, más al norte y terminando por Zante, pasado el golfo de Patras. Entre las principales, la menos vistosa por sus paisajes, la más árida, triste y pobre es Ítaca. Algo no cuadra. De ahí la decepción compartida con Porcel, acentuada después de haber redescubierto Paxos y aún más Leukas, una de las perlas del Jónico.

La decepción tenía un precedente aún más ilustre en la figura egregia de Lord Byron, gran poeta y activista incansable, liberador intelectual de Grecia, sometida a la media luna desde hacía siglos, y tal vez de ello adolece la en la antigüedad clásica criatura. Intelectual, digo, porque fue la armada británica, no él, la que propició la independencia griega cuando, después de un incidente más o menos fortuito, tuvo el honor de hundir la flota turco-griega, sin bajas propias, en la bahía, no muy lejana de Navarinou al pie de la fortaleza templaria de Pilos. Acogido como huésped de honor por los dignatarios isleños, e invitado a visitar lo que no se pueden llamar ni ruinas micénicas, tal vez ni siquiera vestigios, Byron les espetó: "¿Queréis decir que me parezco a una de estos trastos emasculados? Vamos a bañarnos".

Evolución positiva

Indignas émulos del lord pero compartiendo su deplorable impresión, volvimos a embarcar en seguida para proseguir una singladura que de ninguna manera debía terminar en ese tórrido montón de ruinas que incluso las cabras debían encontrar inhóspito. No es de extrañar que Ulises la hubiera abandonado por codicia de las archi famosas riquezas troyanas. Tampoco que Schliemann, el autodidacta que a los siete años se había propuesto descubrir Troya y por vergüenza perpetua de los académicos lo consiguió, ya de mayor, solo leyendo las descripciones de la Ilíada y siguiendo al pie de la letra sobre el terreno, este mismo Schliemann negara que la Ítaca actual fuera la de Ulises. Demasiada miseria. Demasiado cambios de nombre a lo largo de los tiempos en estas islas y entre ellas. Las descripciones homéricas no coinciden con la realidad. De modo que los modernos viajeros a Ítaca harían bien, antes de creer en mitos, si aprendieran a distinguirlos de las patrañas. Ítaca existe, claro, pero la de los sueños quién sabe dónde para y de qué peripecias hay que salir vivo para acercarse a ella.

Al cabo de los años, la fortuna que a veces nos acompaña, me ha llevado otra vez a Ítaca, la de verdad. ¡Qué cambio! He dejado para el final reportar los encantos de esta isla cinco veces más pequeña que Menorca. Son las calas. Los pequeños y frescos valles boscosas que las rodean, con los cipreses que no faltan. La diferencia entre los primeros años del presente milenio y nuestros días se puede llamar sofisticación. No lujo pero sí buen gusto más que notable, en la restauración, en el pequeño comercio y sobre todo en la artesanía destinada a embelesar a un turismo escaso y por tanto sostenible. La misma capital, antes destrozada, empieza a parecerse a un parque temático para diletantes.