La situación política
La investidura y el Rey
El Monarca no puede adoptar una actitud pasiva. Está en su mano y en sus atribuciones el diálogo discreto con los dirigentes políticos
Xavier Arbós
Catedrático de Derecho Constitucional (UB). Comité Editorial de EL PERIÓDICO
Xavier Arbós
Pedro Sánchez, el candidato propuesto por Felipe VI, no logró la investidura. Se abrió un periodo de incertidumbre política, pero el voto negativo a Sánchez puso en marcha un mecanismo constitucional que aporta un elemento seguro: si antes de dos meses ningún candidato obtiene la investidura, las cámaras se disuelven y hay nuevas elecciones. Es lo que establece el apartado 5 del artículo 99 de la Constitución como acto obligado del Rey. Sin embargo, en este mismo precepto podemos detectar un margen de maniobra del Monarca que a veces pasa desapercibido y que merece algo de atención.
La Constitución, en su artículo 1.3, califica la “forma política del Estado” como “monarquía parlamentaria.” El Gobierno depende de la confianza del Congreso de los Diputados, pero, para que llegue a existir un Gobierno, debe investirse primero a su presidente. Todos conocemos lo que sucede tras unas elecciones generales. Como dice el primer párrafo del mismo artículo 99, el Rey consulta a los representantes de las formaciones políticas que han obtenido representación parlamentaria. Tras haberlos escuchado, propone, a través de la presidencia del Congreso, un candidato a la presidencia del Gobierno.
El rechazo de Rajoy
Durante el reinado de Juan Carlos I esa fue una tarea simple y prácticamente protocolaria. Cuando no había mayoría absoluta, había grupos minoritarios dispuestos a pactar la investidura y a asegurar una cierta estabilidad de la mayoría. En cambio, a Felipe VI se le complicaron las cosas. Tras las elecciones del 2015, en las que el Partido Popular perdió la mayoría absoluta, el rey Felipe ofreció la candidatura a Rajoy, que disponía de 123 escaños. Sin embargo, Rajoy declinó la propuesta. Eso causó una cierta perplejidad. Rajoy vio venir el fracaso de su investidura, y rechazó el ofrecimiento para evitarse el esfuerzo de configurar una mayoría más que improbable. También, a mi juicio, se pudieron observar los límites de la autoridad de Felipe VI: jurídicamente no podía obligar a Rajoy a aceptar la candidatura, pero el peso político de la Corona que representa no fue suficiente para obtener la aquiescencia de Rajoy y evitar un desaire sin precedentes. Luego propuso a Pedro Sánchez, quien sí se presentó a una investidura en la que fue derrotado al no haber alcanzado los apoyos imprescindibles. Tras ese fracaso, el Rey no propuso ningún otro candidato. Se llegó así a las elecciones de junio del 2016, en aplicación del precepto evocado al principio.
A la vista de lo que ocurrió, y de lo que puede ocurrir, cabe preguntarse si el Rey hubiera podido ser más proactivo entonces, y, por la misma razón, si podría serlo ahora. Creo que hay razones para pensar que sí. El párrafo 4 del artículo 99 prevé el caso de que se frustre la candidatura propuesta por el Rey, y dice “se tramitarán sucesivas propuestas” que seguirán los mismos trámites que la primera. Aunque no determina el número de ellas, el precepto parece obligar al Rey a repetir las consultas. El uso del tiempo futuro (“se tramitarán”) no se limita a establecer una facultad, sino que impone una obligación. Se dirá que con esa interpretación se puede desgastar la autoridad del jefe del Estado, al imponerle la presentación de candidatos inviables. Pienso, al contrario, que lo que desgasta más la figura del Rey es su pasividad. Al Rey le corresponde asegurar “el funcionamiento regular de las instituciones”, como se puede desprender del artículo 56.1. La obligación del art. 99.4 viene a concretar esa responsabilidad. Porque “el funcionamiento regular de las instituciones” no es solamente el que discurre en el marco de la Constitución y las leyes. Es también el que produce los resultados que cabe esperar en un sistema parlamentario como el nuestro. Las elecciones sirven para asegurar la representación popular y también para formar gobierno.
Evidentemente, la responsabilidad fundamental, y el mayor de los reproches, recaen sobre los líderes que son incapaces de llegar a acuerdos que aseguren la gobernabilidad. Pero el Rey no puede adoptar una actitud pasiva. Está en su mano y en sus atribuciones el diálogo discreto y la exhortación privada a los dirigentes para facilitar una investidura. Y, según yo lo entiendo, está en la Constitución la obligación de no resignarse tras el fracaso de la primera propuesta. Por definición, en una monarquía la jefatura del Estado carece de legitimidad democrática. Pero puede ganar legitimidad en el ejercicio de sus atribuciones, lo que redunda en beneficio de la institución que encarna el Rey y en el buen funcionamiento del sistema en su conjunto.
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