Investidura fallida

La involución de la cooperación

Pablo Iglesias, ante Pedro Sánchez, en una imagen del pasado octubre, en el Congreso de los Diputados.

Pablo Iglesias, ante Pedro Sánchez, en una imagen del pasado octubre, en el Congreso de los Diputados. / periodico

Antón Losada

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Pedro Sánchez sostiene que hemos vuelto al principio. Después de dos meses y medio al sol, tres días de negociaciones merecedoras de tal nombre y dos votaciones perdidas, más parece el deseo que alimenta una esperanza; no un dato para diseñar una estrategia. En realidad, hemos saltado varias pantallas en un juego donde todos los contendientes han visto expuestas las costuras de las estrategias ajenas y propias. Las reglas son las mismas, los números también, pero el juego ha evolucionado.

Los socialistas creían que no existe alternativa posible a su gobierno pero ahora han comprobado que, el simple hecho de que los demás no puedan, no garantiza que ellos puedan. La derecha ya sabía que solo Sánchez puede gobernar, pero ahora ha aprendido que eso no implica necesariamente que vaya a hacerlo o sepa cómo. En Unidas Podemos ya intuía que a los socialistas no les hace gracia alguna compartir el poder, pero ahora han constatado que ir a elecciones no es ir de farol

La partida ha avanzado pero los jugadores no. Sánchez parece aferrarse a la misma estrategia que le ha conducido al fracaso: dejar pasar el tiempo y esperar que la presión electoral fuerce, o bien una abstención del Partido Popular, o una revuelta en Podemos contra las tesis de Pablo Iglesias. De momento, la presión parece sentarle estupendamente al liderazgo de Pablo Casado, excitar a Albert Rivera y darle a Iglesias el protagonismo que necesita. 

Ya pocos hablan del 'chicken game' (juego del gallina) para explicar la relación entre socialistas y morados. Puede que nunca la haya expuesto bien. Si se tratase de un juego del gallina, el paso atrás de Iglesias habría funcionado como el frenazo que impide a ambos jugadores precipitarse al vacío. Como algunos sospechábamos, estamos ante un dilema de prisionero de toda la vida. Su problema no es quién frena antes; es la desconfianza.  

La diferencia resulta sutil pero decisiva. En el juego del prisionero, el peor resultado para ambos jugadores reside en cooperar mientras el otro se aprovecha. En el juego del cobarde, el peor resultado se sitúa en que ninguno coopere. Sánchez no quiere a Iglesias y los suyos en el ejecutivo porque no confía ni en su capacidad, ni en su lealtad. Iglesias y los suyos no se creen las ofertas socialistas porque no se fían que vengan acompañadas de poder real para controlar a un socio bajo sospecha. El miedo de ambos a un acuerdo donde el otro obtenga su mejor resultado puede más que cualquier otro temor, incluida la ruleta rusa electoral. 

En su poderosa obra 'La evolución de la cooperación' (1984), el politólogo Robert Axelrod analiza diferentes estrategias de múltiples jugadores en series de juegos repetidas. Su tesis es que, cuanto más se juega, más tienden a imponerse las estrategias cooperativas porque la interacción continuada permite a los jugadores constatar sus mejores resultados y reduce la desconfianza mutua. Desde el 2015, la política española se empeña en llevarle la contraria.