ANÁLISIS

Blancos, protestantes, anglófonos... y hombres

Trump usa la polémica con las congresistas para presentar como radicales a los demócratas

Alexandria Ocasio-Cortez, Ayanna Pressley, Rashida Tlaib e Ilhan Omar, durante una rueda de prensa en el Capitol, en Washington.

Alexandria Ocasio-Cortez, Ayanna Pressley, Rashida Tlaib e Ilhan Omar, durante una rueda de prensa en el Capitol, en Washington. / periodico

JOAN CAÑETE BAYLE

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Seguro que Donald Trump no fue consciente de ello, y si lo fue probablemente le da igual, pero cuando el presidente de Estados Unidos envió de regreso a su país a la congresista Rashida Tlaib, la estaba mandando a un país que no existe como tal porque en su lugar se erige el Estado de Israel, potencia ocupante de las localidades palestinas (Beit Hanina, barrio de Jerusalén, y  Beit Ur El Foka, una aldea cerca de Ramala) de donde son originarios los padres de la congresista por Michigan. Una suerte de derecho al retorno al cual, por ley, los palestinos no tienen derecho en ese Israel que bautiza asentamientos con el nombre del presidente estadounidense.

Pero Trump no es un hombre de exquisiteces. Tlaib y sus compañeras de escuadrón a las que negó su identidad estadounidense (Alexandria Ocasio-Cortez, Ayanna Pressley e Ilhan Omar) lo tienen todo para sufrir el desdén del presidente. Son mujeres. No son blancas. Son de izquierdas sin complejos. Dos de ellas son musulmanas. Las otras, latina y negra. Y, como Trump, saben cómo usar las redes y atraer la atención de los medios. Al narcisista Trump pocas cosas le irritan más que perder foco.

Inmigrantes, sí. Pero blancos

Hay una lección obvia de la polémica: el racismo del presidente. El nacionalismo a la europea es un cuerpo extraño en el ecosistema político estadounidense, un país de emigrantes con un elevado sentimiento patriótico. Pero eso, nacionalismo, es lo que entraña el América, primero trumpiano. Todo nacionalismo identifica de saque un ellos y un nosotros, quién forma parte del colectivo, la nación, y quién no. Para Trump, para sus amigos de la Fox, para muchos estadounidenses, el nosotros es blanco, protestante y anglófono.  De ahí el delirio con la partida de nacimiento de Barack Obama. De ahí el «vuélvanse a su país» a las congresistas proferido por el hijo y nieto de inmigrantes escoceses y alemanes. Inmigrantes, sí. Pero blancos.

Más allá de la constatación del concepto del país del presidente, conviene no olvidar la principal lección de estos años de trumpismo: no menospreciar a Trump. La diatriba con el escuadrón llega en el momento en que el Partido Demócrata se dispone a dilucidar en unos meses una pregunta clave: ¿Cuál es la mejor forma de derrotar a Trump? ¿Un giro a la izquierda u otra Hillary Clinton? ¿Qué alma se impondrá en el Partido Demócrata, la de Bernie Sanders o Joe Biden? De la decisión que surja de las primarias dependerá en gran medida la reelección de Trump. Con su diatriba, Trump marca el terreno de juego: el Partido Demócrata es como el escuadrón, radical, comunista, anti-israelí y anti-americano. Es el enemigo interno. Porque los votantes que le pueden dar la reelección, pobres o ricos, estudiantes de la Ivy League u obreros en paro de detroit, son ante todo blancos, protestantes y anglófonos. Y muchos de ellos, hombres. A su miedo, inseguridades y bajos instintos apela Trump.