Intrigas en torno a una princesa

Un cuento de verano... de 1843

La reina Isabel II de España nunca olvidó a su profesora de pintura, quien le había dado el único afecto de toda su infancia

Ilustración de Leonard Beard

Ilustración de Leonard Beard / periodico

Ángeles González-Sinde

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El mes de julio de 1843 fue muy duro en Barcelona. En junio se habían sublevado contra el jefe del Gobierno, el general Espartero, civiles y militares. Progresistas, moderados, republicanos y radicales, antes feroces enemigos, esta vez estaban unidos contra él. Pero Barcelona no era la única ciudad con altercados, se extendían por todo el país. No eran las primeras revueltas. El diciembre anterior, 40 personas habían muerto en Barcelona y cientos de edificios habían sido destruidos por los bombardeos gubernamentales hechos desde Montjuïc. La raíz del descontento era en parte económica (la bajada de los aranceles a los productos importados, con la consiguiente desventaja para los nacionales), en parte política. La decepción con el general Espartero era inmensa. Progresista, había llegado al poder apenas dos años antes con enorme popularidad, que su autoritaria gestión política había echado por tierra.

La princesa asalvajada

Mientras en las calles de Barcelona se sucedían los incidentes y los combates, en el Palacio Real de Madrid, una niña de ojos azules con apenas 12 años vivía a cargo de camareras y ayas, maestros y preceptores, sin padres ni más pariente cercano que su hermana de 10 años. Esta niña era objeto de enredos y disputas. Tenerla al lado era garantía de seguir en el poder. Se llamaba Isabel y los sublevados exigían que fuera nombrada reina cuanto antes. La cría, sin embargo, era lo más alejado de un monarca. Nadie había tenido voluntad ni interés por su educación. Estaba asalvajada. Casi no sabía leer, escribir ni hacer cuentas. Solo una materia parecía interesarle: el dibujo. Llevaba desde enero del año anterior tomando lecciones de una joven pintora de 28 años, Rosario Weiss

La madre de las niñas, María Cristina, se había marchado dos años antes al exilio en París con su segundo marido y con sus nuevos hijos, a los que estaba mucho más apegada. No era una madre al uso. Le interesaban sobre todo la política y los negocios. Las intrigas eran su día a día y con su marido plebeyo formaba una máquina perfecta de hacer dinero a base de tráfico de influencias e información privilegiada. Para conservar su posición e impedir el avance de las ideas democráticas, financiaba movimientos contra el Gobierno y obstaculizaba todas las reformas. Una pájara de cuidado, en suma. No es de extrañar que Espartero, una vez la señora se exilió, prohibiese la comunicación con sus hijas.

Aunque Isabel no había convivido, ni siquiera comido, con su madre hasta 1840, o precisamente por ello, era fácil ilusionarla con la vaga promesa de que apoyando a tal y desestimando a cual lograría la reunión familiar. Los afines a María Cristina en Palacio enredaban para aislar a la niña y que no supiera nada de cuanto acontecía fuera. Llegaron a cubrir todas las ventanas de palacio. Espartero se vio obligado a reemplazar a todo el entorno de la niña. Un día será cabeza del Estado y urge sacarla de la ignorancia y formarla seriamente.

Contexto opresivo

Este era el contexto opresivo, extraño y enrarecido al que llegó Rosario Weiss, una muy dotada dibujante y pintora que se había criado con Francisco de Goya en Burdeos. Él la enseñó a pintar y Rosario fue elegida como maestra de la princesa precisamente por sus ideas liberales e ilustradas. Pero no sería sencillo.

La profesora Weiss vivía con angustia la inestabilidad y la violencia de los que era objeto aquella alumna a la que querían hacer reina

La vida de la niña había sido turbulenta. Guerras y gobiernos se habían sucedido a lo largo de su infancia con relevos de ministros a veces en cuestión de semanas. Había sufrido un intento de secuestro por parte de militares sublevados. Había oído tiros y pasado miedo tanto en el Palacio Real como en los larguísimos periplos por España a los que su madre la arrastró según conviniera a la estrategia del momento. Sin rutinas ni disciplina, a pesar de vivir siempre rodeada de gente, estaba sola, muy sola.

A diferencia del resto, Rosario Weiss conectó y se comprometió con sus pequeñas alumnas. No faltaba un día a sus clases y logró que dibujaran con la habilidad que solo se adquiere con la constancia. Pero aquel mes de julio de 1843 la situación política se agravó aún más. Espartero estaba en la cuerda floja. Para llegar a Palacio, Rosario tenía que cruzar calles destripadas por zanjas fruto del combate. Weiss, que estuvo en los bombardeos de Barcelona, vivía con angustia la inestabilidad y la violencia de los que era objeto aquella alumna a la que querían hacer reina. Un disparate. Rosario cayó enferma de cólera a finales de julio y en pocos días murió. Las niñas quedaron de nuevo desamparadas.

Pero Isabel no la olvidó nunca, y cuatro años después, según cumple 17 y al fin puede ser Reina efectiva, una de sus primeras decisiones es comprar las copias de 'Los borrachos', 'La perla' y 'Las Meninas' que Rosario Weiss había pintado en el Museo del Prado. Pagó 12.000 reales a una particular. Era el único afecto que había recibido en toda su infancia.