Tradiciones

Amor/odio por las Caramelles del Raval

Odio las 'caramelles', pero me dejaría la piel por defenderlas: hacen más trabajo que todos los psicólogos del CatSalut juntos

Pañuelos rojos en el Raval paraprotestar por el problema de la droga.

Pañuelos rojos en el Raval paraprotestar por el problema de la droga. / periodico

Isabel Sucunza

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Escribo esto un lunes, el de Pascua, contrarreloj, antes de que empiecen a desfilar por mi calle las Caramelles del Raval tocando sus cornetas y timbales a ritmo de batucada.

Nunca pienso en ellas hasta que las tengo bajo el balcón dos veces al año: por Navidad y por la Segunda Pascua, pero, esta vez, el Ayuntamiento ha colgado carteles en la calle que explican el recorrido que harán, el horario en el que pasarán y dónde harán explotar petardos. Llevo todo el día esperándolas.

Las odio. Todos los seres vivos que vivimos en casa las odiamos. Odiamos su repertorio, siempre interpretado a golpes contundentes, intercalados o perpetrados al unísono con trompetadas estridentes que hacen temblar los cristales y correr a esconderse bajo la cama a los animalitos.

Las considero una salvajada del nivel del día en que los Mossos decidieron probar, también en mi calle, la supersirena dispersadora de manifestantes: las dos prácticas deberían tener una entrada en el manual de atentados contra la humanidad de Amnistía Internacional, si es que existe este apartado; si no, debería inventarse solo por las Caramelles del Raval.

Cuando me empieza a llegar de lejos aquel rumor para un poco después ver cómo timbaleros y trompetistas doblan la esquina Cera con Carretes, empiezo a decir: “mierda, mierda”, primero bajito, para ir subiendo después el volumen de los gritos a medida que van acercándose.

Cuando ya las tengo abajo, el único consuelo que me queda es pensar que pocos momentos como esos dos de cada Navidad y cada Segunda Pascua puedo pasarme mis buenos cinco minutos haciendo terapia de alaridos. “¡Mierda! ¡Mierda!”, voy repitiendo aferrada a los barrotes, cada vez más fuerte, disminuyendo luego el volumen a medida que van alejándose.

Pero no me quejaré de las Caramelles del Raval. No las denunciaré, no moveré ni un dedo para que las prohíban; al contrario: me dejaría la piel por defenderlas si a alguien se le pasa por la cabeza ilegalizarlas.

Hacen más trabajo que todos los psicólogos del CatSalut juntos, las Caramelles del Raval. Las quiero con locura.