Fomento de la lectura

Fin de curso para lectores

A los jóvenes les digo que en los libros está todo lo que necesitan saber: lo bueno y también lo malo

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Care Santos

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El curso pasado conocí en un instituto a un joven lector que no leía los libros que le mandaban sus profesores, sino que prefería pintarlos. Con gruesos rotuladores negros dibujaba figuras geométricas sobre las líneas paralelas de las páginas. Me contó que lo hacía porque no le gustaba leer y, en cambio, le gustaba mucho dibujar. Me enseñó su obra: sus figuras del tamaño de la mancha de texto eran realmente preciosas, muy trabajadas y originales. Según él, valía más la pena ilustrar los libros con aquellos mandalas psicodélicos que tratar de leerlos. Sin embargo, venía a enseñarme el primer libro que no había pintado en su vida. Una rara avis, tratándose de él. Por una vez, le había parecido más interesante leer que pintar. Y al hacerlo había descubierto el placer de la lectura. Me prometió que iba a buscar otros libros que merecieran quedarse como están. Y yo le aseguré que esos libros existen y me ofrecí a ayudarle a dar con ellos. No he vuelto a saber de él. Me emociona haber asistido de este modo al nacimiento de un lector.

Estamos casi a fin de curso. En solo una semanas ya no habrá lecturas obligatorias para nadie, solo lecturas por puro placer. Ojalá alguno de esos estudiantes que ha descubierto los libros por imposición de un profesor militante se convierta en un lector libre y feliz. Serán pocos, lo sabemos. Los lectores nunca fuimos muchos. Leer es un privilegio, un ejercicio de libertad absoluta, una actividad de élites puesta por vez primera al alcance de todos gracias al empeño de muchos docentes y al compromiso de algunas instituciones. Fomentar la lectura es una labor ardua y lenta, que ni luce a corto plazo ni sirve para ganar votos. Quien lo hace desea una sociedad preparada y crítica y piensa a largo plazo.

Tiempo y silencio, dos bienes escasos

La mayoría de gente que reconoce no leer dice que es por falta de tiempo. Tal vez sea verdad. Tal vez es la vida la que nos está dejando sin tiempo. El estilo de vida que hemos elegido, rodeados de pantallas, ruidos y prisas. Para leer es necesario tiempo y silencio, dos bienes escasos. Es necesario alejarse del teléfono móvil, ponerlo en modo avión, ignorar sus mil alarmas y notificaciones. Poder prescindir de maldito aparatito en los tiempos que corren también es un lujo.

Una de las razones por las que siempre he adorado leer es porque los libros me permiten dejar de ser yo durante un rato. A través de las páginas de una buena novela puedo convertirme en otra persona. Sentir y vivir como ella. Un astronauta, un asesino en serie, una mujer adúltera, un multimillonario sin escrúpulos, un pobre funcionario sin voluntad, una bruja, un terrorista islámico, una esclava sexual, una mujer sin hijos, un hombre, alguien que ostenta el poder absoluto o un bebé nonato que piensa. Quisiera ser durante un rato cualquiera de ellos. Por eso leo novelas. Algunas veces les cuento este secreto mío a los adolescentes. Les digo que en los libros está todo lo que necesitan saber. Lo bueno y también lo malo. Cualquier cosa del ser humano que les aterrorice o les fascine, porque leer es, sobre todo, un viaje al corazón de nuestras propias tinieblas.

Los libros han inspirado temor desde tiempos inmemoriales. Contienen ideas peligrosas, capaces de pervertir a la gente, de despertarla, de revelar la verdad. Todo el que quiere imponer a otros sus ideas comienza por prohibir, quemar o esconder libros. Esta suerte de inquisición bibliófila pervive de algún modo en el temor que algunas personas siguen sintiendo hacia ciertos temas y ciertas novelas. En los institutos se cuentan muchos casos de padres enfadados por las lecturas de sus hijos adolescentes. Padres que ignoran que vivir una experiencia a través de una ficción literaria es un modo magnífico de adquirir conocimientos. El lado oscuro de la vida que tanto nos tienta de adolescentes se aprende leyendo. Cuando nos asustamos de ciertas tramas y las prohibimos estamos alejando a los jóvenes no solo de los libros, también de la vida.

Todo el que quiere imponer a otros sus ideas comienza por prohibir, quemar o esconder libros

Propongo un ejercicio estival para padres con tiempo y ganas: la lectura compartida en voz alta. Se trata de pasar un buen rato en familia y a la vez contagiar entusiasmo, compartir emociones. Conviene buscar un rato al día y un lugar tranquilo. Se lee por turnos. Los adolescentes agradecerán este protagonismo. Los más pequeños reclamarán toneladas de paciencia por parte de sus compañeros. La lectura compartida en voz alta es un ejercicio que nos recuerda al siglo XIX, a las largas veladas familiares anteriores al invento de la televisión, a las narraciones junto a la chimenea. En el siglo XXI es un acto casi revolucionario, como la lectura misma. Y a la vez una de esas cosas que no caducan jamás.

Ojalá el curso que viene haya muchos alumnos que decidan leer sus libros en lugar de pintarlos.

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