IDEAS

Bajo el encanto de la mala hierba

Manuel Jabois, en Madrid, la pasada semana.

Manuel Jabois, en Madrid, la pasada semana. / periodico

Miqui Otero

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La infancia es eso que pasa entre jugar a meterse debajo de la mesa y decir que es casa y sentir la necesidad de salir mucho rato fuera de casa porque consideras que ahí está la vida.

Pero no hiperventilemos y vayamos a lo concreto: uno ha pasado parte de su infancia en la Galicia de los 80  y 90 cuando sabe que se enmoqueta el suelo de casa con periódicos atrasados si se ha fregado o ha llovido. Pero, sobre todo, si ha sido educado en una desconfianza críptica hacia todo en general y hacia lo relacionado con las drogas en particular. Yo, instruido en que aquello de los narcos era muy malo y que generaba mucha riqueza, empecé a desarrollar un instinto casi policial: cada vez que veía un coche caro o un chalet bonito, pensaba, citando a los mayores: “Este anda en la droga”. Cuando entraba en el bar alguien demasiado bien vestido o si mi mirada captaba el brillo de algún reloj aparatoso, aunque fuera en la muñeca de un despistado turista alemán, mi yo de siete años se lanzaba a insinuar a demasiado volumen: “Este ya sé yo de dónde saca el dinero...”. Mi familia pronto empezó a silenciarme: en un territorio forjado con bisbiseos, yo era más peligroso que un mono con un cinturón de explosivos. Luego volvía a Barcelona y en el patio replicaba ese tipo de comentarios cuando veía unas ansiadas Converse Magic Johnson en los pies de algún hijo del Eixample: “No, si ya sé yo en qué andan tus padres, Salarich...”.

'Malaherba', la primera novela de Manuel Jabois, retrata una dura infancia gallega de misterios, drogas, enfermedad, risas y lloros

A Tamburino, el protagonista pontevedrés de 'Malaherba' (Alfaguara), la novela de Manuel Jabois, su madre le explica pronto que las drogas son drogas cuando las toma alguien que se siente bien pero que siempre quiere sentirse mejor. Su padre también le habla muy claro, a veces demasiado. Tan claro que su hijo no entiende nada. Le dice que lo mejor, en la conga y en la vida, es no ser ni el primero ni el último. Le dice que si no quiere estudiar, que lea, que si no quiere pegar, que al menos se defienda, que siempre se enamore. Le dice que el colegio es “una fábrica de monstruos contemporáneos”. Es ese padre intermitente, que aparece y desaparece en hospitales, un intelectual libre de pedantería, porque al fin y al cabo le dice lo mismo que escribió George Eliot: el orgullo no sirve para hacer daño, sino para que no te lo hagan. Y algo muy parecido a aquello que suelta Leopoldo María Panero en 'El desencanto': “La escuela es una institución penal donde te enseñan a olvidar la infancia”. 

Pese a tal honestidad paterna, el protagonista de 'Malaherba' interpreta el mundo con el sesgo cognitivo de la niñez, hablando con torpeza el idioma adulto. Todo en él es demasiado: demasiado en serio, demasiado a risa, demasiado triste, demasiado corazón. Intenta descifrar esas jeringuillas en el parque, los gemidos de sus padres en la habitación contigua, el placer del contacto con otro niño, los insultos crueles del resto. A veces ni lo intenta, porque da muchísimo más miedo esa silueta que tú crees que es la sombra del monstruo que el monstruo en sí, exista o no. Un niño quiere y no quiere saber: yo mismo, el azote infantil de los narcos, le iba a comprar tabaco a mi padre y en la barra me decían que si de batea o del otro y jamás se me ocurrió preguntar qué napias era batea. Me sonaba vagamente a Marlboro americano; por lo del béisbol, sería; o porque era un poco tonto. A veces no es que valgas más por lo que callas, es que más te vale callar.

Retener la magia

Uno no olvida la infancia de golpe y tampoco descubre de repente que los adultos están obligados a mentir. Por ejemplo, uno sabe que los Reyes Magos no existen, pero juega durante unos años a que sí porque le da miedo pensar qué tipo de conspiración global sustenta esa mentira y porque da gusto seguir la corriente y que te colmen de regalos. Tambusí sabe que a medida que enfoca los misterios y sintoniza los silencios se le escapa la infancia pero, como con los Reyes Magos, intenta retener la magia al menos cinco minutos más, los mismos que ondea esa bandera blanca de la canción de Battiato que tararea con su padre. Con toda la emoción y antes del conflicto, de que todo sea más pobre y más violento y más relativo. Peor, en definitiva. Incluso aún peor.

Jabois ha firmado una novela hermosísima, bendecida por eso tan difícil de tasar y de mantener: el encanto, que logra atrapar cómo piensa y siente ese niño que todos fuimos y que algunos han olvidado que fueron. Es decir, ha escrito con una pureza desarmante, y con “sintomático misterio”, sobre todo eso que nos pasa cuando empezamos a descubrir que nada es lo que parece, antes de que nos toque aceptar que las cosas son como son.

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