Opinión | Editorial

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La hora de los pactos

Barcelona debe ser la prioridad de los acuerdos que se den en el Ayuntamiento para evitar la parálisis de la ciudad

Rueda de prensa de Ada Colau al día siguiente de las elecciones.

Rueda de prensa de Ada Colau al día siguiente de las elecciones. / periodico

Son estos tiempos de gran pluralidad política, alejados de las rigideces del bipartidismo, en los que más que nunca los pactos poselectorales son cruciales para decidir el color de los gobiernos de la mayoría de los ayuntamientos y autonomías que fueron elegidos el 26-M. El sistema político español no está habituado a los pactos, que en demasiadas ocasiones son percibidos no como una necesaria, y saludable, acción política sino como una derrota o un intercambio de cargos y prebendas. En este sentido, bienvenida sea una nueva cultura de la negociación y el pacto para hallar un punto medio que evite el bloqueo de las instituciones. La responsabilidad institucional debe ser el principio rector del periodo negociador que se abre ahora, y no alcanzar el poder para impulsar agendas divisivas o como mecanismo para sobrevivir políticamente.

Barcelona es una de las ciudades en las que el pacto es imprescindible. Los barceloneses han enviado un mensaje muy complejo. Por un lado le han dado la victoria a un partido independentista, ERC, pero el independentismo queda muy lejos de la mayoría en votos y en regidores. Por otro lado, el bloque de izquierdas (la misma ERC, Barcelona en Comú y el PSC) se ha impuesto de forma muy clara a la derecha. Es al candidato ganador, Ernest Maragall, al que le corresponde abrir el juego de las negociaciones, y lo hizo repitiendo una fórmula que ya fue rechazada al principio de la campaña: un acuerdo con Junts per Catalunya (JxCat) y los ‘comuns’. Un pacto de este tipo supondría primar el eje nacional, ya que sería en el rechazo a la reacción del Estado tras el 1-O donde podría encontrar un escenario común. No sería, en cualquier caso, un acuerdo que priorizara las problemáticas de la ciudad por encima del simbolismo y la gestualidad que es tan habitual al otro lado de la plaza de Sant Jaume.

Ada Colau propuso ayer una negociación de las tres formaciones de izquierdas, clara mayoría en el consistorio. Sería un acuerdo que primaría el eje social sobre el nacional, y fiel al resultado de las elecciones. Programas de ciudad en mano, sería lo más natural. Pero la política catalana, presa de la excepcionalidad, no se mueve por impulsos considerados no hace mucho como normales. En plena pugna por la hegemonía independentista con JxCat, es dudoso que ERC se preste a dar munición a su adversario. Sobre el papel podría haber una tercera opción (un pacto Colau-Jaume Collboni apoyado por Manuel Valls), pero son muchas las renuncias y los cambios de discurso que deberían ocurrir para que se diera un acuerdo de este tipo. La influencia, en definitiva, del ‘procés’ hace que Barcelona corra el riesgo de caer en una parálisis similar a la de la Generalitat. Urge que los candidatos asuman que la prioridad de un alcalde no es otra que la ciudad,

Alcanzar el poder en autonomías y ayuntamientos gracias a Vox legitima discursos antidemocráticos

En el resto de España, los pactos también son imprescindibles. En este caso, los protagonistas son los partidos de la derecha (PP y Cs), que pueden gobernar plazas conquistadas por la izquierda (como es el caso del ayuntamiento y la comunidad de Madrid) si repiten un pacto a la andaluza con Vox. El líder del PP, Pablo Casado, ha olvidado su efímero viaje al centro para abrir de par en par las puertas a pactos con la ultraderecha que incluya la entrada de Vox en los gobiernos de autonomías y ayuntamientos. Es lamentable pero no sorprendente, dado que igual que sucedió en Andalucía, abrazarse a Vox es la única forma que tiene Casado de convertir derrotas (el PP ha sido vencido en las tres convocatorias electorales del 26-M) en victorias. En una situación más delicada está Cs, al que cada vez le cuesta más defender que el cinturón sanitario hay que colocárselo al PSOE y no a Vox. Ayer suavizó un poco este discurso, opuesto a lo que propugnan sus colegas del grupo liberal en el resto de Europa, pero queda por ver qué va a suceder. Es conveniente repetirlo las veces que sea necesario: legitimar a la ultraderecha y abrirle las puertas de las instituciones no es propio de formaciones democráticas.