Ventana de socorro

Vuelo IB0488

Quizá porque me había levantado triste, con añoranza de quien me falta, no me parecía tan grave morir

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Ángeles González-Sinde

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Estábamos cerca. Casi en pista. De repente, el avión cambió el rumbo y volvimos a subir. Ahora sobrevolábamos el mar. El sol brillaba y nosotros inexplicablemente dábamos vueltas sobre el Cantábrico. El comandante habló por megafonía. Teníamos un fallo en el sistema de aterrizaje. Nos demoraríamos unos minutos en tomar tierra. Su voz sonaba tranquila, no banal, no rutinaria, no indiferente, serena. Los pasajeros callamos. Quizá unos no entendieron bien y no fueron conscientes. Quizá otros se alarmaron, pero lo llevaban por dentro. Yo no miré a mis compañeros de fila. Escribí unos mensajes en mi teléfono. Si muero, dile a las niñas que las quiero. Si muero, diles que todo está bien. Si muero, diles que tiren lo que quieran, que no se apeguen a mis objetos. Si muero, no sufráis porque me cabrearé y os perseguiré en las noches oscuras arrastrando cadenas.

No sentí miedo ni inquietud. Quizá porque me había levantado triste, con añoranza de quien me falta, no me parecía tan grave morir. Lo acepté y, al mismo tiempo, confiaba. Confiaba en los pilotos, en la tripulación, en la estadística que demuestra que es infinitamente más arriesgado subirse a una moto que a un avión. Si bien, quién sabe, llegado el último momento, tal vez esa entereza me abandonara y el deseo de seguir, de concluir todas las pequeñeces que están en marcha, de ver a mis hijas, me llenara de angustia.

El avión comenzó a descender. Muy rápido. Tocó tierra con un topetazo. Muchos se sobresaltaron. El piloto, con lo que me pareció destreza, templanza, inició la frenada. Llegamos suavemente a la terminal. Algunos aplaudieron. Mi compañero de fila me habló. Había pasado miedo. Había sido el peor aterrizaje de su vida y viaja cada semana. Yo pensé en ese comandante, en su voz cálida y segura cuando se había dirigido a nosotros, escueto, pero claro. En los tripulantes, no dejando traslucir en ningún momento sus dudas, si las tuvieron. Al desembarcar, el comandante estaba en la puerta de la cabina. Hubiera querido decírselo, pero no supe. Gracias por la pericia, gracias por traernos sanos y salvos. Gracias por cuidarnos.