El 'caso Mkhitaryan'

La falta de diplomacia deportiva de la UEFA

Debería exigirse que las finales de campeonatos no tuvieran lugar en países que arrastren conflictos

Ilustración de Alex R. Fischer

Ilustración de Alex R. Fischer / ALEX R. FISCHER

José Luis Pérez Triviño

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Desde hace algunos años se ha puesto de moda hablar de 'diplomacia deportiva', expresión que hace referencia a la pretensión de que el deporte pueda ser utilizado en la esfera diplomática con el objetivo de influir políticamente en un país o en una organización internacional. En efecto, el deporte es un tipo de poder blando que ha servido a los Estados para tratar de alcanzar algunos objetivos políticos. Quizá el caso más recordado sea el de Nelson Mandela y su uso del rugbi para integrar a las comunidades blanca y negra de Sudáfrica, tras el traumático 'apartheid'. En el ámbito puramente internacional,  Mao Zedong promovió el acercamiento entre China y Estados Unidos a través de la llamada 'diplomacia del pimpón', una serie de partidos entre jugadores de ambos países que allanó el camino para la histórica visita al país asiático del presidente Richard Nixon en 1972.

Sin embargo, el deporte también puede contribuir a tensionar las relaciones entre Estados. El fútbol, en especial, es una manifestación social en que las colectividades dejan aflorar fácilmente sus pasiones. Estas con frecuencia adoptan la forma de odio y de deseo de venganza, por lo que no resulta extraño que el fútbol haya estado presente como antecedente o como resultado de conflictos políticos y religiosos entre naciones... o incluso de conflictos bélicos. Así ocurrió en la conocida 'guerra del fútbol' que enfrentó en 1969 a las selecciones de Honduras y El Salvador y que fue la espoleta para que ambos países dirimieran sus diferencias en el campo de batalla.

Probablemente sean estas consideraciones las que hayan determinado que el jugador del Arsenal Henrikh Mkhitaryan no pueda jugar la final de la Europa League que se disputa en Bakú, la capital del Azeirbayán. La nacionalidad armenia del jugador y su implicación en el apoyo a las colectividades armenias del Alto Karabaj, un territorio mayoritariamente armenio enclavado en Azeirbayán y causante de una guerra entre ambos países que ocasionó más de 30.000 muertos y que no acaba de finalizar, es la razón. Aunque formalmente dicho conflicto concluyó en 1994, la zona conflictiva sigue militarizada y las relaciones entre ambos países son tempestuosas. La dificultad de garantizar la seguridad del jugador armenio es el motivo que ha impulsado al Arsenal a prescindir de su jugador en la final y por lo tanto, disputarla en inferioridad de condiciones respecto a su rival, el Chelsea.

Es aquí donde entra la responsabilidad de la UEFA, la entidad deportiva organizadora de la competición. En primer lugar, es dudosa la política de elegir como sedes de finales de competiciones de tanta relevancia y que mueven a tantísimos aficionados a ciudades situadas en países que arrastran conflictos bélicos no resueltos. Tales designaciones que, dicho claramente, solo se explican por razones económicas que benefician a las arcas de la UEFA, implican que los aficionados, además de problemas logísticos farragosos, pongan en riesgo su integridad física. Si el COI y la FIFA ya establecen el respeto de los derechos humanos como condición para asignar megaeventos deportivos como las sedes de los Juegos Olímpicos o las finales de Campeonatos del Mundo de Fútbol, quizá no sería descabellado incluir también como exigencia que el país elegido no tenga problemas políticos o bélicos vigentes que dificulten o pongan en riesgo a los aficionados o a los propios deportistas.

En segundo lugar, dando ya como  hecho irreversible la elección de Bakú como sede de la final de la Europa League y sabiendo desde hace semanas que la presencia del jugador armenio podría desencadenar reacciones contrarias por parte de los aficionados locales que, incluso pudieran afectar a su seguridad personal, ¿no se podría haber llevado a cabo un ejercicio de diplomacia deportiva para desactivar o disminuir esos riesgos? Baste recordar que en la reciente final de Eurovisión celebrada en Tel-Aviv, a solo 70 kilómetros de una zona de guerra, se logró comprometer a un alto el fuego a las partes enfrentadas, el Gobierno de Netanyahu y las milicias palestinas de Hamás y la Yihad Islámica. De igual manera, quizá se hubiera podido lograr que una de las aspiraciones del ideal deportivo, la paz entre naciones, se alcanzara, aunque solo fuera temporalmente.

*Profesor de Filosofía del Derecho (UPF). Presidente de la Asociación Española de Filosofía del Deporte.