Análisis

¿Quo vadis, turismo?

El panorama que se cierne sobre nuestras calles es la de convertirlas tan solo en un fantasmal decorado de película

Las Rambles, llenas de gente, el día de Sant Jordi

Las Rambles, llenas de gente, el día de Sant Jordi / periodico

Mar Calpena

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El difícil encaje del turismo con la ciudad de Barcelona -con más de 12 millones de visitantes en 2018- ha sido uno de los temas que todos los grupos han abordado esta campaña electoral, y, lo que es más importante, que deberá afrontar el nuevo consistorio que salga de las urnas. Desde propuestas de decrecimiento -como la que ha formulado la CUP- hasta incrementos en la tasa turística -medida que va en el programa de varios grupos- o llamadas a no caer en una difusa 'turismofobia' -caso del PP, y de Valls- parece que al debate sobre el tema le falta una cierta profundidad, en tanto en cuanto a menudo no señala la otra cara de la moneda, que no es otra que cómo crear fuentes de ingresos alternativas para sostener la economía local.

La riqueza de Barcelona -y por ende, la de buena parte de Catalunya- se cimenta en el turismo y hostelería, pero la fuerza del sector, cuya proyección e influencia pública son enormes, tapa que a menudo esta dependencia se fundamenta en contrataciones precarias, condiciones laborales abusivas, y una temporalidad desaforada, sin respeto por el medio ambiente.

Las luces del sector hostelero y gastronómico de la ciudad se acompañan con sombras en forma de alquileres astronómicos, cierres sonados, plantillas quemadas y modelos de negocio sostenidos por un hilo, sin ningún arraigo en los barrios en los que se asientan, o que incluso los destruyen literalmente, al acabar con el patrimonio histórico de la ciudad. La hostelería es un sector que ha prosperado tradicionalmente exigiendo a sus trabajadores jornadas laborales larguísimas por sueldos escasos, algo que en una sociedad moderna parece difícilmente justificable.

Por otro lado, la saturación en la oferta de camas, y en particular la de los alquileres turísticos. tiene el efecto pernicioso de subir los precios en toda la ciudad, creando efectivamente ghettos en los que los residentes no pueden llevar a cabo las más mínimas gestiones de la vida diaria. Si a esto se le suma el fenómeno global de la compra por internet, que premia las grandes superficies y las cadenas de distribución en plataforma, el panorama que se cierne sobre nuestras calles es la de convertirlas tan solo en un fantasmal decorado de película, en una especie de poblado de Western rodeado por en un desierto sin colmados, escuelas, papelerías o mercerías.

Barcelona necesita volver a producir y a vender algo más que su propia imagen. En este sentido, será crucial ver qué ocurre a partir de ahora con la nueva dirección en la Càmbra de Comerç y en su relación con el nuevo ayuntamiento. Porque es imposible abordar los problemas que causa la dependencia del turismo en nuestra sociedad sin pensar también en alternativas a él. No hay que olvidar que además existen múltiples variables geopolíticas supranacionales, como el terrorismo o la economía, que fácilmente pueden contraerlo en un instante. Y es urgente plantear ya estas alternativas, si queremos una ciudad que además de visitable sea también habitable.