A propósito de Darwin

El jardín secreto de las aves

Existe un archipiélago, como el de las Galápagos, en medio de la jungla de asfalto barcelonesa

Ilustración de Monra

Ilustración de Monra / periodico

Jordi Serrallonga

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Charles R. Darwin desembarcó en las Islas Encantadas de Melville un buen día de 1835. Desde entonces, en museos y libros, representamos al joven inglés sentado a la vera de una tortuga gigante con expresión meditabunda: «¿Los seres vivos son producto de la creación divina o han evolucionado gracias a las fuerzas de la naturaleza?». Y es que nos encanta explicar la ciencia reduciéndola a tándems de corte dramático. ¿Acaso no es de película que Newton, recostado en un árbol a las puertas del Trinity College, diese con la ley de la gravitación universal al ver caer una manzana; o que Darwin desarrollase la teoría de la selección natural nada más tropezar con las lavas de Galápagos? Newton y manzana, Darwin e Islas Galápagos. Ahora bien, en ciencia, el mitificado 'eureka' no suele ser tan simple ni repentino. En los diarios del 'Beagle' descubrimos que nuestro entonces inexperto naturalista quedó defraudado ante la extraña fauna y flora antediluviana del archipiélago ecuatoriano. De hecho, casi ignoró a unos pajaritos que se le posaban en el hombro: los pinzones de Darwin.

Una vez en Inglaterra, se arrepintió de ello. Era un hombre de costumbres y, durante los paseos diarios por el Sandwalk –un jardín silvestre cercano a Down House–, por fin pudo meditar sobre por qué los pinzones mostraban picos más o menos largos, cortos, finos o gruesos: eran diferentes especies que, en función de la ecología de cada región e isla, habían evolucionado a partir de una especie ancestral de pinzón. Hoy, muchos años después de la publicación de 'El origen de las especies', yo también tengo la costumbre de redactar estos artículos –con los cuales les torturo– desde otro bello y misterioso jardín secreto.

Una isla en la jungla de asfalto

Armado de pipa, café con leche, libreta Moleskine y anticuado portátil (el presupuesto no da para más), recurro al Jardín Romántico del Ateneu Barcelonès en pos de inspiración. Mi despacho es el mundo, y si bien disfruto –como un niño– de toda nueva expedición científica por las Galápagos, siempre busco un hueco en tan desordenada vida nómada para darle a la tecla rodeado de árboles, plantas y unas aves que me recuerdan a los pinzones de Darwin: ¡gorriones!

En efecto, el jardín del Ateneu es un reducto, una isla, en medio del océano de la jungla de asfalto. Robert Fitzroy –capitán del 'Beagle'–, Syms Covington –asistente de Darwin–, y el mismo Charles, atraparon a los confiados pinzones de Galápagos simplemente blandiendo el sombrero; hoy podría hacer lo mismo con los traviesos gorriones que visitan mi mesa. Escucho sus alegres cantos y registro cada nueva conducta. De peque, en la plaza de Catalunya, me divertía verles robar la comida a las palomas mientras que, en la actualidad, es difícil topar con ellos en el contexto ecológico urbano. Aquí, en el jardín secreto, sentado frente al estanque, anoto y dibujo cómo se posan en la parte alta de los largos tallos de papiro. El peso de sus livianos cuerpos es suficiente para que la pértiga se doble lentamente y ellos, dignos descendientes de los velocirraptores de Allan Grant, Owen Grady, Spielberg y Bayona, parecen levitar a escasos milímetros de la superficie del agua. Así, mediante esta ingeniosa estrategia cultural –no está codificada en los genes– beben sin mojar el abrigo de plumas. Después, levantan el vuelo y el papiro ascensor regresa a su posición original presto para el siguiente viajero sediento.

Mundo perdido

Pero semejantes dinosaurios, los hijos de Richard Owen –el profesor Moriarty de Darwin–, no están solos. El parque jurásico del Ateneu cuenta con mirlos, una pareja de tórtolas y un nuevo inquilino: el simpático petirrojo. Y es que los gigantes arquitectónicos –que rodean el jardín– han mantenido este paraíso natural como sumergido en una especie de mundo perdido. No hay gaviotas, y las exóticas cotorras, pese a la existencia de históricas palmeras, todavía no nos han descubierto (alguna espontánea ha hecho acto de presencia para luego esfumarse). Todo un improvisado inventario faunístico donde el papel de Diana Cot es crucial; trabaja en el Ateneu y se ha convertido en confidente naturalista. Hoy estamos preocupados; tras dar cuenta de mi pipa y ultimar la redacción del presente artículo, comparamos datos: ¡hemos visto un grupo de palomas revoloteando! Habrá que estudiar si las obras circundantes, en hoteles y centros comerciales, las han atraído.

Los gorriones del Ateneu merecen, sin duda, una urgente misión ornitológica. ¡Existe un archipiélago, como el de las Galápagos, en medio de la jungla de asfalto!