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Messi 'ex machina'

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Miqui Otero

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Pensaba que no sentiría nunca más lo mismo que aquel jueves 8 de mayo de 1986 a las 9.00 AM cuando me senté a la mesa de trabajo. La mesa era en realidad un pupitre de Parvulitos 5 en el que, el día antes, yo había fijado una enorme pegatina azulgrana donde se leía: ¡Campions d’Europa! (los signos de exclamación no los he añadido ahora, estaban y eran de lo más ominoso).

Tan ganada estaba aquella final que jugamos en Sevilla contra el Steaua que toda la semana habían circulado por el colegio ese tipo de adhesivos que, por así decirlo, no se ponían la venda antes de la herida, sino que vendían la piel del oso antes de cazarla (dos expresiones que aprendí aquel día infame). Me pasé medio mes masticando el limón de la derrota e intentando, por orden encabritada de la maestra, rascar con las uñas el recordatorio de la humillación. Ahí, en esa pegatina que no desaparecía a pesar de dejarme hasta las cutículas, forjé un culerismo temeroso y un carácter que tiende a la desconfianza melancólica.

Un recuerdo infantil para suplicar que el Barça vuelva a sus raíces: pesimismo congénito y posesión de balón

Justo 33 años después, y a la altura del segundo gol del Liverpool, regurgité ese ardor infantil. Deseé que naufragaran los ferris estampados con pinturas de Peter Blake que tanto me gustaron en el puerto de esa ciudad. Al tercero, quise ensayar una súplica psicomágica quemando mi camiseta de The Cavern. Al cuarto, grité 'Help!' y quise enviarle un mensaje a Rafael Tapounet, el deslumbrante cronista pop de este diario, para que saltara al campo en calzoncillos y barretina berreando alguna canción de los Stones y detuviera la sangría.

En los últimos cinco minutos, fundido a negro: se cayó mi conexión. Me sentí como Gaspart cuando no podía ver al final y rezaba en el lavabo. El Barça había cometido un error equiparable a que Bruce Lee le aceptara a Mike Tyson un combate de boxeo y no de sus artes. A que Nureyev aceptara ese mismo reto en lugar de bailar. Entonces pensé en esas novelas y películas con un giro de guion artificioso. El nombre para ese recurso, denostadísimo, es 'Deus ex machina', y se remonta al teatro griego y romano: una grúa (máquina) introducía desde fuera de escena a un actor que interpretaba a un dios (Deus) que deshacía por la vía rápida de los superpoderes los entuertos humanos y del guionista. Quien era ese nuestro dios está claro: D10s, Messi, el pequeño Altísimo. Deseé alquilar un camión de Desatranques Jaén para hacer volar a Messi con alas de cera con el fin de rematar de chilena desde nuestro campo y por la escuadra. Deseé que por una vez el Barça fuera el villano: el que no merece ganar y lo hace porque lo vela algún tipo de fuerza superior. Deseé en vano: jamás seremos los Lannister.

Pero los recursos del teatro clásico o del mal cine reciente no sirven para el fútbol. Y yo no tengo cinco años como en la derrota de Sevilla. Y lo que he aprendido desde entonces es que prepararse para lo peor es la única forma de soportar luego lo menos malo. Incluso cuando lo menos malo es, dentro de un juego, lo peor. Amanecí con una única certeza: el Barça debe volver a sus señas de identidad: la posesión de balón y el pesimismo congénito que yo descubrí gracias a aquella pegatina que aún se me aparece en sueños: ¡Campions d’Europa!

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