Análisis

Derribar el muro en Barcelona

La fragmentación y el equilibrio electoral previsto para la capital debería propiciar el derrumbe del muro pintado de amarillo que rige hoy en Catalunya

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Jordi Mercader

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La gente sabe lo que se vota en cada elección. Creer lo contrario sería políticamente muy incorrecto, aunque tampoco se puede negar la influencia de las corrientes de fondo establecidas el pasado domingo, avivadas por la proximidad entre las generales y las municipales, una circunstancia poco habitual y de consecuencias imprevisibles.

De las previsiones conocidas, nada hace pensar que PP o Ciudadanos puedan levantar el vuelo en las municipales catalanas por no ser su campo más propicio; los 'comuns', de retener la alcaldía de Barcelona podrían exhibir una cierta recuperación, aunque engañosa, dada su debilidad territorial. A PDECat/JxCat/Crida, su fortaleza municipal en los pequeños y medianos ayuntamientos del 'rerepaís' le ha salvado de crisis internas en otros tiempos, cuando eran conocidos como CDC, y aspiran a repetir operación. Justamente para evitar que sus socios-rivales del legitimismo pudieren haber ganado las municipales sobre el mapa antes de abrir los colegios electorales, ERC ha incrementado notablemente el número de sus listas. Los socialistas no participan de esta la liga comarcal sino de la metropolitana, en la que cuenta la cifra de habitantes gobernados.

De todas maneras, por muy mediocre que fuere el balance en el resto del país, el éxito en Barcelona sublima cualquier resultado municipal. Y a la alcaldía barcelonesa no se llegará por mayoría absoluta, salvo error mayúsculo de los sondeos, sino por alcanzar una docena de concejales, válidos, según el cálculo vigente, para la elección en segunda vuelta. Pero a menos que alguien esté dispuesto a reproducir la frustrante experiencia minoritaria de Ada Colau, aislada cruelmente por los intereses de la oposición y por méritos propios de su gobierno, estamos condenados a una campaña con los pactos de gobierno como tema central.

La fragmentación y el equilibrio electoral previsto para la capital debería propiciar el derrumbe del muro pintado de amarillo que rige hoy en Catalunya, infranqueable a toda colaboración que no sea la interna de cada bloque, ambos pertrechados de múltiples razones enfrentadas. La negación de transversalidad está afectando desastrosamente a la gobernación de las instituciones. Barcelona, por su proyección, se presupone el escenario ideal para recuperar la cooperación entre fuerzas coherentes ideológicamente. Y por necesidad: los 21 concejales que permitan gobernar eficazmente solo parecen al alcance de una mayoría de izquierdas.

Los obstáculos domésticos para esta mayoría son conocidos; desde el enfado personal de Collboni con Colau por el pacto roto por motivos ajenos a la ciudad, a la previsible resistencia del ahora republicano Ernest Maragall a compartir gobierno con su partido de siempre y viceversa. Ninguno se intuye insalvable. La transversalidad puede materializarse en nombre de la gobernabilidad, del progreso o del sosiego imprescindible para seguir adelante, el reto está en demoler el muro soberanista que separa a ERC y 'comuns' del catalanismo político del PSC.