Opinión | EDITORIAL

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Lo que está en juego el 28-A

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Antes de que los 36 millones de ciudadanos españoles con derecho a voto depositen el domingo su papeleta en las urnas en una de las elecciones más transcendentales desde la restauración de la democracia, solo hay una certeza en un mar de incertidumbres: la ultraderecha se sentará en el próximo Parlamento. España dejará de ser una (feliz) anomalía en Europa y abrirá las puertas de su Parlamento a Vox, un partido político reaccionario y ferozmente nacionalista que niega el carácter plurinacional de España y que postula gravísimos pasos atrás en materias de derechos para amplias capas de la población, desde las mujeres hasta el colectivo LGTBI.

Vox es mucho más que el regreso de los nostálgicos del franquismo; es la expresión española de la ola de populismo y nacionalismo de extrema derecha que sacude el resto de Europa y Estados Unidos. Pero a diferencia de otros países europeos, en España las otras formaciones de derechas (el PP y Cs) no han construido un cordón sanitario democrático alrededor de la ultraderecha, sino que cuentan con ella para neutralizar la anunciada victoria del PSOE y formar un gobierno de derechas a la andaluza. Porque la otra certeza de las elecciones que anuncian los sondeos es que el PSOE será el partido ganador. La gran incógnita es si los socialistas podrán formar gobierno con Podemos o si el tripartido de derechas logrará sumar una mayoría suficiente. Fruto de la descomposición del bipartidismo, no habrá un partido ganador esta noche, sino un bloque. Y las consecuencias de la victoria del bloque de izquierdas o  de derechas son abismales.

Irresponsabilidad

La división de la derecha es una de las novedades de estas elecciones. Su irresponsabilidad, no, a pesar de que con Vox ha alcanzado cotas nunca vistas.  Pablo Casado y Albert Rivera no solo han legitimado a la ultraderecha, sino que han adoptado gran parte de su discurso, unidos por su exigencia de mano dura en el conflicto catalán. En plena competición de españolidad, los tres partidos de la derecha han convertido el 28-A en las elecciones más polarizadas ideológicamente que se recuerden. De las políticas económicas al trato de los inmigrantes; de las políticas sociales a los derechos ganados tras años de ardua lucha del colectivo feminista o LGTBI; de la relación con Europa a la forma de abordar el conflicto catalán, el espectro de las dos Españas ha regresado en pleno siglo XXI.

Por este motivo, para Catalunya estas elecciones son cruciales. En un situación ciertamente de anormalidad, con el juicio del ‘procés’ en marcha, la victoria del bloque de derechas supondría una amenaza cierta al autogobierno. Por mucho que una parte de el independentismo juegue a menudo al cuanto peor, mejor, no cabe llamarse a engaño: los tres partidos de la derecha propugnan una intervención prolongada y profunda de la autonomía. No es el inexistente mandato democrático del 1-O lo que está en juego en las urnas, sino el autogobierno dentro del marco constitucional y estatutario que ha dado un largo periodo de prosperidad a Catalunya. En la legislatura anterior el independentismo dejó caer al Gobierno de Pedro Sánchez y esta noche puede encontrarse con un tripartito de derechas que compite en ver quién es más nacionalista español. Da igual cuánto griten los voceros más excitables: no es lo mismo apostar por un diálogo dentro de la ley que acabar con el autogobierno catalán.

En una campaña bronca y poco edificante, la irrupción de Vox y el conflicto político en Catalunya han eclipsado los grandes problemas que habrá de gestionar el próximo Gobierno: la desaceleración de la economía, el futuro de la UE tras el brexit, la intolerable desigualdad, la sostenibilidad del sistema de pensiones, el cambio de sistema energético para combatir el cambio climático... También en estos temas las diferencias entre los dos bloques son de gran calado.  El electorado debe elegir entre recetas muy diferentes en uno de los momentos más convulsos desde 1978. Los sondeos apuntan a que será una pugna muy reñida. Es la hora de la responsabilidad política.