Peccata minuta

La muerte y la primavera

No, no quiero que el cuento negrísimo de Mercè Rodoreda se haga realidad

Exposición sobre el proyecto de adaptación de 'La mort i la primavera' de Agustí Villaronga.

Exposición sobre el proyecto de adaptación de 'La mort i la primavera' de Agustí Villaronga. / DANNY CAMINAL

Joan Ollé

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En la magistral novela 'La mort i la primavera', de Mercè Rodoreda, las noches que los mayores van al bosque de los muertos a enterrar a alguien dentro de su árbol después de haberle rellenado la boca con cemento para que el alma no pueda escapar, encierran a los niños dentro del armario de la cocina. Cuando regresan de la fiesta funeral en la que han devorado caballos y yeguas con las crías que ellas llevaban dentro y se han bebido su sangre, vuelven a sus casas y sacan a golpes a sus hijos del armario, algunos casi muertos. No, como Miquel Iceta, no quiero volver al armario de la calavera Conqui.

En este pueblo imaginado por Rodoreda hay un preso al que sus habitantes van a visitar las tardes de domingo, y juegan a arrojarle pedazos de carne para que él los atrape con sus dientes antes de ser untado con miel para que vengan las abejas. El preso, acusado de haber robado, sin que exista de ello prueba alguna, vive encerrado en una jaula que le ha construido el herrero -quien, a su vez,  ejerce también de enterrador- y solo será liberado cuando alcance a relinchar como un caballo, cuando ya no sea persona. No, no quiero que la justicia de nuestro país permita que nuestros presos se pudran en las cárceles a la espera de una sentencia con plenas garantías. ¿No debería también haber jaulas de hierro para jueces y parte?

Otro personaje de este cuento negrísimo es el Hombre de la Cueva, hombretón melancólico armado con un garrote al que los jóvenes acuden con una caña seca y larga para batirse con él, saliendo siempre derrotados pero más fuertes, siendo otros y sirviendo más para la vida que antes del duelo. No, no quiero que mi hijo ni sus amigos sean obligados a ser más fuertes, más hombres de lo que son.

En lo más alto de la Montaña Partida habita, en su fortaleza, el Señor, título que ostenta por consangüinidad con aquel caballero que, según reza una de las muchas leyendas que corren de boca en boca, fundó el pueblo al matar a la serpiente que se comía a los bueyes. Uno de sus privilegios consiste en poder escoger, siempre que se le antoje, a cualquier muchacha para, como sugería Alejandro Lerroux hacer con las monjas, «elevarla a la condición de madre». No, no quiero que por sangre nadie sea más que otro, ni aún menos que una leyenda horrenda legitime atrocidades.

El pueblo de Rodoreda está asentado encima de un río, y cada año, durante la Fiesta Mayor, un muchacho debe atraversarlo por debajo del agua para que el pueblo no se hunda. Muchos de ellos, después de luchar con las rocas, salen del río muertos, otros sin frente, sin nariz, con la cara borrada... No, no quiero seguir ofreciendo a los falsos dioses sacrificios humanos en nombre del bien de la patria, de cualquier patria.

Y este domingo nos toca votar.