Al contrataque

Actuaciones de campaña

El problema es la falta de naturalidad, que convierte potenciales actos para humanizar al candidato en situaciones completamente ridículas

Albert Rivera se sube a la moto en un acto con asociaciones de motoristas en Madrid

Albert Rivera se sube a la moto en un acto con asociaciones de motoristas en Madrid / periodico

Cristina Pardo

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Estoy deseando que termine la campaña electoral. En mi opinión, es lo mejor que puede pasarnos a todos. Son semanas en las que la sensación de crispación aumenta hasta límites insospechados. Por ejemplo, si desconectas un rato y luego te asomas a los periódicos o a la tele, te encuentras con cargas policiales en el País Vasco que creías superadas, empujones a la entrada de un mitin en una universidad catalana, muñecos que arden mientras son fusilados o dirigentes que acusan al oponente de tener debilidad por “las manos manchadas de sangre” y candidatos que piden a gritos el cierre de una televisión privada, por la sencilla razón de que no les gusta, aunque pocas horas antes estuvieran dispuestos a presentarse en su sede para mantener un debate electoral.

Con este panorama, da la sensación de estar viviendo en un peligro de inestabilidad constante, que creo que no se corresponde con la realidad. La campaña se compone, además, del otro extremo: el frívolo. La cosa ya no va de medias tintas. Yo recuerdo haber cubierto mítines tradicionales y multitudinarios (cuando se pagaban de aquella manera), en los que los candidatos, más o menos, recurrían a cierto contenido. Había frases hechas, había oradores histriónicos, pero en general, era todo un poco más serio y reflexivo. Ahora, un día le piden el voto a una vaca, otro conversa con un robot para que les diga a sus amigos robots a quién tienen que votar, a la mañana siguiente se hacen fotos con perritos para garantizarse el apoyo de los animalistas, escriben chorradas en Twitter o van a los platós a tocar la guitarra y a cambiar pañales.

Antes, como mucho, paseaban por un campo de alcachofas, se daban una vuelta en bici con corbata y mocasines o recorrían la calle de tal o cual pueblo, donde ocasionalmente se generaban encuentros espontáneos repletos de curiosidades. Y esa ya era una estrategia arriesgadísima. A mí me encantan las situaciones desenfadadas, como las que ofrece ‘El hormiguero’, para personas habitualmente tan encorsetadas. Pueden servir para conocerlas mejor.

El problema es la falta de naturalidad, que convierte potenciales actos para humanizar al candidato en situaciones completamente ridículas. Por todo esto, cada vez me gustan más los debates electorales. Me parecen encuentros en los que, a pesar de las fotitos, los carteles, la caricatura de la realidad del otro, las medias verdades y otros momentos de cierta excentricidad, se puede atisbar qué es lo que nos jugamos y qué nos ofrecen unos y otros. Afortunadamente, en esta campaña ha habido dos. No me hago ilusiones, porque sigue costando demasiado la organización de los mismos. Pero, al menos, hemos podido descansar de lo otro.