Maternidad y creación

El cochecito en mitad del pasillo

Al debate sobre hijos y creatividad se suman ahora otros obstáculos: la estrechez económica y la dispersión

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fcasals47743840 leonard beard 13 04 2019190413151853 / LEONARD BEARD

Olga Merino

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Creo que todas las niñas escritoras nos ensoñamos alguna vez con la heroína de ‘Mujercitas’, el famoso libro de Louisa May Alcott. La segunda de las hermanas era distinta. Jo March patinaba sobre el hielo como un chico y se encerraba en la buhardilla a garabatear en el papel lo que le viniera en gana. Tenía un deseo propio. ¡Qué catástrofe cuando el bicho de Amy, la menor, le quema el manuscrito! Una lectura apasionante en la pubertad, aunque pasaran inadvertidas entonces las trampas (o avisos) que minaban el texto: los March, esa familia tan conservadora de Nueva Inglaterra, celebran el estreno de la protagonista en un periódico banalizándolo como una “pequeña alegría doméstica”. Más tarde, Jo se casa con el profesor Bhaer, tiene dos hijos con él, se hace cargo de los otros dos que el marido trae de serie, y hacia el final de la obra, sepultada por la intendencia doméstica, reflexiona: “Todavía no he abandonado la esperanza de llegar a escribir un buen libro, pero puedo esperar”. Ah, los bebés y la creación, el binomio fatal.

En mi caso, no he tenido hijos. No los quise. No era mi camino. Y si en algún momento me asaltó la duda, el peso de la vocación decantó la balanza por creerlas opciones excluyentes: tanto la maternidad como la escritura son carreras de fondo y, en el caso de simultanearlas, alguna de las dos iba a resentirse sin duda. Estaba envenenada por el viejo dictum: o niños o libros. Y de pertenecer a algún equipo -¡qué ilusa!-, prefería el de las autoras que habían elegido no ser madres: Jane Austen, las Brontë, Virgina Woolf, Carson McCullers o Marguerite Yourcenar, quien convirtió incluso el alejamiento instintivo de la maternidad en uno de sus temas estructuradores, y puso en boca del emperador Adriano un célebre pasaje: “No tengo hijos, y no lo lamento […] No, no es la sangre lo que establece la verdadera continuidad humana”.

La novelista Maggie O’Farrell temía que la maternidad le arruinase la carrera o le pusiera palos en las ruedas

El debate es antiguo pero esencialmente femenino -una de las reflexiones más lúcidas al respecto es de la norteamericana Ursula K. Le Guin, en la conferencia titulada ‘La hija de la pescadora’-, y fue por ello por lo que recuerdo cuánto me satisfizo que el novelista húngaro Imre Kertész, poco después de recibir el Nobel en el 2002, respondiera así al periodista que le preguntó por su renuncia a la paternidad: “Para escribir basta con un lápiz, un papel y una habitación: eso lo tenía. Pero si metes un niño que llora en esa habitación, ¡ya no escribes! Y yo quería escribir”. Eso, justamente eso.

Estas reflexiones permanecían relegadas en el último rincón del desván hasta que, hace muy poco, leí el artículo que la escritora norirlandesa Maggie O’Farrell escribió en 'The Guardian' hace ya unos años.Cuando la autora, cuya obra publican aquí Libros del Asteroide y L’Altra Editorial, estaba embarazada de su primer bebé a los 33 años, decidió volcar en la tribuna periodística el resquemor de que la maternidad arruinase su carrera o le pusiera palos en las ruedas. ¿Acaso se convertiría su cerebro tras el parto en una col gigante incapaz de urdir otro libro?

O’Farrell se dedicaba en el artículo, hilado con su chispa habitual, a plantear sus dudas a otras colegas que ya habían pasado por el trance, de quienes recibió respuestas más bien alentadoras: aunque se acabe el dormir de un tirón, cualquier cambio vital enriquece la experiencia y, por tanto, dota de profundidad a la escritura. Además, el cuidado de los hijos enseña a expandir las horas, a trocear el trabajo en pequeños islotes de tiempo, a mejorar la eficacia. En el peor de los casos, puede que se alargue el proceso de gestación de la obra, lo cual, después de todo, tampoco es tan terrible. Un año perdido, ¿y qué? Debieron de convencerla, porque O'Farrell tuvo después dos hijos más.

Para titular el artículo, la autora de ‘Tiene que ser aquí’ echó mano de una sentencia del crítico y editor británico Cyril Connolly, un amante de todos los placeres de la vida, sobre el verdadero obstáculo, a su juicio, de la creatividad: “No hay enemigo más sombrío del buen arte que el cochecito en el salón”. 'The pram in the hall'.

Lo peliagudo del asunto es que la frase de Connolly, escrita hace 75 años, ha envejecido mal porque los enemigos se han triplicado durante este tiempo. Todo parece conspirar en contra del artista currante, clase de tropa. Aparte del carro del bebé en mitad del pasillo, ahí están, mostrando sus fauces llameantes, el pluriempleo mal pagado para llegar a fin de mes; los adelantos, que no alcanzan; el torbellino de la promoción y los viajes; Internet, los grupitos de whatsap, las series y otros laminadores del minutero. Incluso, la premisa de la 'habitación propia' se ha puesto cuesta arriba con la subida de los alquileres o el yugo de la hipoteca.

Ser mujer es una dificultad añadida, otro reto. Y la escritura, un espacio diminuto de libertad que hay que seguir defendiendo a contracorriente, con cochecito o sin él.