El crecimiento del partido ultra
Vox y la maldición de Michels
La formación se aleja de su idea fundacional y se acerca al modelo tradicional que tanto había denostado
Astrid Barrio
Profesora de Ciencia Política de la Universitat de València. Miembro del Comité Editorial de EL PERIÓDICO
Una de las razones de ser de Vox, algo habitual en muchos de los nuevos partidos, era su voluntad de contribuir a regenerar la vida política. Cuando nació a finales del 2013 consideraba que España estaba sumida en una crisis multidimensional (económica, institucional, nacional y moral) y hacía responsable de ella a los partidos tradicionales, a los que consideraba instituciones de naturaleza oligárquica y no democrática.
Secular crítica ya formulada a principios del siglo XX, en el albor de los partidos de masas, por parte de Roberto Michels y Moisei Ostrogorski. De ahí su propuesta de abordar sin dilación una nueva ley de partidos que asegurase su funcionamiento democrático y la transparencia de las fuentes de financiación, y los compromisos, asumidos en su manifiesto fundacional de construir un partido en el que los cargos orgánicos y candidatos a las elecciones serían elegidos por sufragio universal y secreto por parte de los militantes y de que los congresos se celebrarían cada dos años, ambos propósitos regulados en el reglamento interno.
Consecuente con sus planteamientos iniciales, Vox ha funcionado de acuerdo con estos principios hasta que su exponencial crecimiento y las expectativas de una intensa vida institucional los han hecho poco operativos. Ha pasado de tener algo más de 3.000 miembros, una cifra que permaneció bastante estable entre 2014 y 2018, a superar los 38.000 según los últimos datos disponibles. Y de tener una presencia institucional muy limitada y circunscrita al ámbito local a ser una partido relevante en Andalucía y previsiblemente a partir del 28 de abril en las Cortes y del 26 de mayo en el ámbito autonómico y local.
Es por ello que en su última asamblea, a finales de febrero, introdujo cambios de naturaleza organizativa que lo alejan de su diseño inicial y lo acercan al modelo de partido que tanto había denostado. Para empezar, ha alargado el período intercongresual para la elección de la ejecutiva a cuatro años (prorrogable si coincide con elecciones generales) y además, ha delegado en el comité ejecutivo nacional la aprobación de las listas previa consulta a los ejecutivos provinciales. La dirección, por tanto, extiende su mandato y se reserva, de ahora en adelante, el derecho a designar a los candidatos. Nada más lejos de esa voluntad inicial de acabar con las listas «elaboradas por las cúpulas partidarias (que), deterioran visiblemente la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos y el control de los gobernantes por los gobernados».
Por lo tanto, se han cumplido a la perfección los augurios de ley de hierro de la oligarquía de Michels según la cual cuanto más grandes son los partidos más tienden a burocratizarse y a especializarse para tomar decisiones rápidamente. Ello colisiona con el principio democrático que se acaba sacrificando en aras de la eficiencia de tal modo que la democracia interna, acaba reduciéndose a la selección de unos líderes que cada vez adquieren más poder. Algunos partidos han intentado resistirse a estas dinámicas, pero de momento ninguno ha sido capaz de organizarse de otro modo y seguir siendo igual de eficiente. Y casi siempre, como Vox, han acabado sucumbiendo.
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