De Shakespeare a Proust

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Xavier Bru de Sala

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Proust compara los cambios en las percepciones colectivas a las composiciones variables de un caleidoscopio: rueda con lentitud, apenas se mueven los cristales y de pronto, clic, cambia la figura que componen. Estamos en un nuevo momento, presididos por los paradigmas de otra constelación.

Ya hace tiempo que el caleidoscopio cultural está en modo Shakespeare, la estrella polar de las artes escénicas y audiovisuales. Cuando nos hayamos cansado de expresarlo y usarlo como ingrediente ineludible en todo tipo de cócteles, al final del tubo por el que estamos condenados a mirar se formará otro dibujo. Cuanto más se deslicen los cócteles por la pendiente de la banalidad, antes percibiremos que el uso indiscriminado de Shakespeare nos empalaga.

Si no fuera porque cometimos el error de elevar a Proust al desván donde los grandes clásicos se amontonan y se llenan de polvo como venerables pero inútiles muebles viejos, sería nuestro nuevo guía y amigo

Si no fuera porque cometimos el error de elevar a Proust al desván donde los grandes clásicos se amontonan y se llenan de polvo como venerables pero inútiles muebles viejos, el hipersensible Marcel sería nuestro nuevo guía y amigo. Amigo si pretendemos comprenderla sin temerla, y en consecuencia fortificarla sin falsificar la, nuestra fragilidad interior.

Proust es el mejor buceador de los laberintos y los hornos donde se forjan y se transforman los sentimientos humanos. Es adoptándolo como guía que podemos aprender a conocernos un poco más y no equivocarnos tanto ni ser tan torpes a la hora de interpretarnos y de relacionarlos con los seres más cercanos. En este terreno, crucial para la felicidad humana, Proust es el realista, Proust es el lúcido. Flaubert o Austen no pasan de aprendices. Freud es un imaginativo desbordante.

Si el próximo giro del caleidoscopio no se detiene en Proust será solo porque sus prospecciones son tan sutiles y exquisitas como sus prescripciones. En una palabra porque Proust es exigente y son demasiados los analfabetos profesionales de la cultura, empezando por los autores de poesía autopremiada, dispuestos a conjurarse para no retroceder ni un palmo en términos de banalidad.