La revolución digital
Esclavicemos a los robots
El entusiasmo inicial con la digitalización se ha vuelto rechazo porque ha fallado el control social y político de las nuevas plataformas tecnológicas
Antón Costas
Presidente del Consejo Económico y Social de España (CES)
Antón Costas
Hace unos días recibí la llamada de un periodista. Estaba preparando un reportaje sobre los efectos de la revolución digital y quería saber mi opinión: “¿Es usted un tecnooptimista o un tecnopesimista?”, me preguntó. A fuer de parecer gallego, que lo soy, le dije que ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. Me explico.
Planteada en forma de dilema, esa pregunta da por supuesto que los efectos de cualquier nueva tecnología -por ejemplo, los robots inteligentes- están predeterminados. Es decir, destinados a ser buenos o malos en sí mismos, independientemente de la forma en como los empleemos. Desde esta visión determinista, el mundo se divide en optimistas y pesimistas, según cada uno crea que los efectos serán bondadosos o perversos para la humanidad.
Compañías como Google y Amazon han generado unas pocas grandísimas fortunas y, a la vez, nuevos pobres
Los tecnooptimistas piensan que la revolución digital nos liberará de trabajos repetitivos, permitirá una mejor elección entre trabajo y ocio, creará nuevas formas de economía colaborativa, nos permitirá una mayor emancipación personal y fomentará una democracia más participativa. Los tecnopesimistas, por su lado, creen que los robots inteligentes, la automatización, la inteligencia artificial provocarán una destrucción masiva de empleo y nuevas formas de precarización laboral y salarial, como los falsos autónomos que utilizan las plataformas digitales.
No comparto esta visión determinista. Veo la revolución digital como un potro joven lleno de energía, que si le dejamos correr a su aire provocará destrozos enormes, pero si lo encinchamos y gobernamos puede rendir grandes beneficios a la humanidad. Desde este punto de vista, cualquier nueva tecnología es una herramienta cuyos efectos dependen del uso que le demos, del control social y político sobre ella y de cómo repartamos los beneficios potenciales.
Cuenta Martin Wolf, prestigioso autor y columnista del 'Financial Times', que cuando, en 1955, Walter Reuther, secretario general del sindicato automovilístico de Estados Unidos visitó una nueva planta automatizada de fabricación de automóviles de la empresa Ford, su anfitrión, señalando a los robots, le interrogó: “¿Cómo harás para que se afilien y paguen al sindicato?" Reuther replicó: “¿Y cómo harás para que te compren tus coches?” Como vemos, ni la automatización, ni el debate sobre sus efectos, son nuevos.
En una primera etapa, la revolución digital vino acompañada del entusiasmo de los tecnooptimistas. En esa etapa las nuevas plataformas digitales se beneficiaron del glamur que acompaña siempre a la novedad. Pero el entusiasmo inicial con la digitalización se ha transformado ahora en desencanto y rechazo. La utopía digital ha dado paso a la distopía. Más que una fuerza para el progreso social, moral y político, ahora lo digital parece significar monopolio económico, ataque a la privacidad, manipulación política y esclavitud laboral.
¿Qué ha ido mal por el camino? Ha fallado el control social y político de las nuevas plataformas tecnológicas como Google, Amazon, Facebook, Uber y otras. Se les ha permitido transformarse en grandes monopolios tecnológicos que dejan empequeñecidos a los monopolios industriales del siglo XIX y XX. Monopolios que han generado unas pocas grandísimas fortunas y, a la vez, desigualdad, precarización laboral y nuevos pobres. Se les ha permitido que actúen al margen de la legislación laboral que regula el resto de actividades. Se les ha concedido subvenciones implícitas al no tener que hacer frente a las demandas de clientes. Se les ha facilitado la elusión de impuestos. Se les ha permitido utilizar nuestros datos privados, sin ningún tipo de control ni contraprestación, para obtener grandes beneficios empresariales.
¿Es inevitable todo esto? Pienso que no. De hecho, hay algo de 'dejà vu', de algo que ya hemos visto en el pasado. La primera revolución industrial del siglo XIX trajo algo similar: grandes monopolios y fortunas, desigualdad, pobreza, descontento social, populismo, nacionalismo, guerras. Solo después de las leyes antimonopolio, de leyes que obligaron a la separación de actividades (la ley Glass-Steagall, de 1933, obligó a separar la banca de depósitos de la banca de negocios), y del New Deal (contrato social) de la segunda posguerra se logró recuperar el control social del cambio tecnológico y repartir sus beneficios entre toda la población. De esa forma, el capitalismo industrial se reconcilió con el progreso social y la democracia.
Hoy el reto vuelve a ser el mismo. Se trata, en palabras de Wolf, de esclavizar a los robots y liberar a los pobres. Estoy de acuerdo. Por cierto, robot viene de 'robotaa' que en checo significa esclavo.
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