Opinión | EL ARTÍCULO Y LA ARTÍCULA

Juan Carlos Ortega

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Como el que oye llover

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Jamás imaginé que escribiría un artículo describiendo algo que he escuchado en una cafetería. Siempre que he leído algo así, he dudado de la veracidad del relato. Me sonaba a técnica de articulista que quiere justificar su idea situándola en la realidad. Pero hoy, desayunando, me ha pasado realmente algo que quiero contarles a ustedes.

Un hombre de unos 40 años, a mi lado, le hablaba a una mujer de su misma edad sobre algo relacionado con el alquiler de un parking. Tras un minuto de monólogo, él, muy serio, le suelta a la chica en forma de reproche: «No me estás escuchando. Tú, como el que oye llover».

Ella, rápidamente, le respondió no sé qué, pero yo había dejado de escuchar a la pareja porque me intrigó mucho esa frase oída tantísimas veces: «Tú, como el que oye llover».

En un principio, es comprensible que se utilice esa expresión a modo de reprimenda. Después de todo, el sonido de la lluvia es monótono y, tras un rato, dejamos de prestarle atención. Pero si nos fijamos detenidamente, si profundizamos un poco, todos deberíamos ansiar que nos escuchen así, «como el que oye llover».

¿Se imagina? Usted habla y su voz llega a los demás de ese modo tranquilo, hipnótico y sereno que tienen las gotas de lluvia cuando caen sobre un tejado. Habla y su voz va filtrándose en el ánimo de los demás, transmitiéndoles sosiego. En contraste con la expresión «como el que oye llover», ¿cómo sería que los demás te escucharan «como el que oye hablar»?

Haciendo un repaso a la historia de la humanidad, no parece que oír como el que oye hablar sea más útil para el entendimiento de las personas que oír como el que oye llover. Llevamos, como 'homo sapiens', más de dos millones de años probando esa técnica y los resultados no son excesivamente amables.

Propongo, por ejemplo, que el Gobierno central y el autonómico en Catalunya se reúnan en un parque tranquilo, se sienten sobre la hierba y se oigan mutuamente como el que oye llover, sin prestar atención a las barbaridades que ambos se digan, sintiendo solo el rumor del otro, porque lo que hace falta entre ambos no es precisamente diálogo, sino un buen chaparrón refrescante y tranquilizador.

Les decía al principio que siempre he sospechado de la veracidad de los artículos en los que se narra un suceso acaecido en una cafetería. No sé si ustedes compartían esa misma duda, pero si es así, les felicito, porque lo cierto es que no he escuchado a ninguna pareja en ninguna cafetería. Simplemente necesitaba un gancho para anclar en la realidad esta idea tan tonta que hoy les he contado.