Peccata minuta

Dan miedo

De los Cobos y Millo, testigos en el juicio del 'procés', tienen una sombra inquietante del pasado que sigue gravitando sobre ellos

Diego Perez de los Cobos

Diego Perez de los Cobos / periodico

Joan Ollé

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Nos de los testigos que comparecieron el pasado martes ante el Tribunal Supremo tienen 'un pasado', una sombra inquietante que sigue gravitando sobre ellos. Diego Pérez de los Cobos luce en su pechera dos grandes medallones al mérito antidemocrático.

El primero: el 23 de febrero de 1981, aún menor de edad y vistiendo camisa azul, se presentó en el cuartel de la Benemérita de Yecla (Murcia) para ponerse a disposición de las pistolas de Antonio Tejero, no Josep Lluís Trapero. Tal vez hoy, sintiendo honda añoranza de los golpes de Estado en toda regla intenta por todos los medios subterráneos a su alcance que el 1-0 sea juzgado como una réplica de su fallido 23-F. Y el segundo: en 1992 fue uno de los seis guardias civiles procesados por torturas al vasco Kepa Urra, supuestamente vinculado a ETA; tres de ellos fueron encarcelados, él no. Si alguna vez el golpismo armado y la tortura formaron parte de sus fantasías, no es de extrañar que la mano de hostias que sus agentes repartieron en Catalunya le supiesen a delicados masajes hawaianos.

Enric Millo es de otro pelaje. Aunque nacido en Terrassa, fue un 'senyor’ de Barcelona, y con el ‘seny’ por bandera actuó desde 1995 como diputado de la UDC de Josep Antoni Duran Lleida hasta el 2003, año que CiU decidió no presentarle como número uno por Girona. Después de coquetear con ERC y ser desechado (sostiene Joan Puigcercós), se dejó caer, por plena coherencia, en los brazos del PP, donde en el 2010 logró su objetivo gerundense: ser alguien, fuese con quien fuese. En el 2016 fue bien recibido en Catalunya como delegado del Gobierno, donde Millo supo lucir la mejor cara del PP durante los más procelosos días del ‘procés’, hasta el caballeroso punto de pedir disculpas por la charcutería perpetrada por sus fuerzas de seguridad. 

El pasado martes, Millo fue otra persona, menos persona, enfermizo por demostrar a los suyos -ahora al bello Pablo Casado- que su debilidad fue solo pasajera, un mal momento, y que cuenten con él para lo que dispongan: su experiencia catalana, siempre con la sonrisa en los colmillos le había doctorado en el noble arte del camaleonismo. Ante el magistrado Manuel Marchena, Millo declaró que, al llegar a su casa después del día de autos, su hija, que había visto las imágenes por televisión, le preguntó a lágrima viva: «Papá, ¿pero que habéis hecho?». Tal vez para que su hija no se volviese a asustar, se suscitó en la sala del Tribunal Supremo no mostrar su nuevo rostro por la tele. Da miedo. Dan miedo.