Hombres y feminismo

Limar la masculinidad

Las mujeres han cumplido con su parte, los hombres todavía no. No es fácil renunciar a posiciones de privilegio, pero es imprescindible si queremos la igualdad real

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Xavier Bru de Sala

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Quien ha llevado a cabo el gran esfuerzo de cambio son las mujeres. Los hombres han asistido a esta transformación y han tratado de resistirse. En el mejor de los casos se han adaptado más o menos. Pero los hombres no han cambiado. El sexo que se ha transmudado, el que a lo largo de un difícil proceso de un siglo ha llegado a una situación distinta por completo a la de partida, es el femenino. Las mujeres de nuestro tiempo son muy diferentes de las de las épocas anteriores. Para emanciparse del poder masculino no bastaban reivindicaciones, era necesaria una revolución interior, nuevas actitudes, la asunción de la autonomía personal como condición imprescindible para emanciparse de la tutela y del poder del macho.

La nueva feminidad es un hecho. Pero la nueva masculinidad apenas si empieza a apuntar, balbuceando, entre algunos colectivos reducidos. El macho ha adoptado una especie de resistencia pasiva y no ha cedido, en lo que ha ido cediendo, ni de buena gana ni de manera voluntaria sino forzado por el empuje persistente de la revolución feminista. Las mujeres han ido ocupando las nuevas plazas, no invitadas, no porque los hombres se las hayan cedido con agrado, sino empujando. En un principio, el ágora era masculina. Aún falta mucho trecho para llegar a la meta del ágora compartida. Tanto en el ámbito público como en el privado.

El cambio radica en la práctica del poder

En lo esencial, las mujeres han cumplido con su parte, los hombres todavía no. Ha llegado pues la hora de transformar también la masculinidad, lo que empieza por limar el espíritu jerárquico ancestral hasta desprenderse de él en lo posible. Nunca resulta fácil renunciar a posiciones de privilegio, pero es imprescindible bajar al menos un par de escalones, iniciar un franco retroceso, si nos queremos aproximar y acomodar al objetivo de la igualdad real y efectiva. El núcleo del cambio se encuentra en el poder, en la concepción y en la práctica del poder, que siempre han sido masculinos.

En todas las especies de primates, con la posible excepción de los bonobos que no viene al caso, las hembras ocupan una posición subordinada en la lucha constante de los machos por la ascensión en la escala jerárquica. Pero si la humanidad ha conseguido sacudirse buena parta de la pesada carga de la herencia genética a base de civilización y cultura, también deberían empezar, los machos, a recortar las aspiraciones de jerarquía tribal que provienen de las hordas de nuestros antepasados, los homínidos.

El homo sapiens era cazador y guerrero, agresivo, territorial y jerárquico. La 'mujer sapiens' era recolectora y se socializaba de una forma mucho más amable, la mayor parte del tiempo en ausencia de machos adultos. De ahí que las mujeres de nuestra época, para cambiar, hayan debido redescubrir la antigua herencia y ponerla al servicio de sus legítimas aspiraciones. El trabajo mayúsculo, desprenderse de la agresividad y de las pulsiones de dominio, corre a cuenta de los machos. El género femenino, que había sido relegado a la triste condición de omega, ya ha alcanzado el estatus de género beta. Ahora es preciso que el género alfa de la especie retroceda hasta la beta. Como mínimo.