Análisis

La mediación de Urkullu

Urkullu declara en el Supremo

Urkullu declara en el Supremo / periodico

Jordi Nieva-Fenoll

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Mucho hay que agradecerle a cualquier mediador. Se trata de alguien que se mete en medio de dos partes que no son capaces de entenderse. Es decir, se introduce en un conflicto, en el ojo del huracán. Y de lo que trata el mediador no es tanto de proponer una solución a las partes, sino dinamizar la relación entre ambas y sugerir ideas para que ellas mismas resuelvan la situación.

Pero Urkullu hizo mucho más. Ayer prestó una declaración ejemplar, precisa, con respeto total al tribunal con independencia de la opinión política que le merezca tanto el tribunal como el contexto en el que está sucediendo este complejo caso. El lehendakari dejó fuera de la sala al político que es y se aprestó a obrar como lo único que tenía que ser ante los jueces: un testigo que ayuda al tribunal a formar su convicción. Y dio información diáfana, utilísima, con humildad y el verbo firme, como corresponde a quien sabe comportarse debidamente.

Por respeto político e institucional –que nuevamente le honra– eludió la absurdamente conflictiva palabra “mediador”, pero lo que contó –llámenle X– se corresponde a la perfección con la labor a desempeñar en una mediación. Urkullu actuó a requerimiento de una de las partes –Puigdemont– y con el consentimiento reiterado de la otra –Rajoy–. Constató la situación: dos posturas emocionalmente muy enconadas quizá por partir de posiciones ideológicas demasiado marcadas y poco pragmáticas, lo contrario de lo que corresponde en política. El expresidente catalán parecía buscar algún tipo de solución que no le destrozara políticamente. El expresidente español se negaba a cualquier debate territorial que supere los actuales límites constitucionales.

Probablemente Urkullu se dio cuenta de que ambos políticos, en el fondo, buscaban salvar la cara ante sus votantes una vez llevadas las cosas a un extremo tremendista y en el que ambas partes sentían que la culpa era del otro. Y en ese estrecho contexto que delata escasa visión de Estado, el lehendakari, según relató, propuso abrir una “tregua” de tres meses. Un período sin hostilidades para aplacar los ánimos, dado que con seguridad también se percató de que se estaban confrontando dos estilos personales no fácilmente compatibles. Uno poco dado a arriesgar buscando soluciones –poco “proactivo”, dijo Urkullu–, y otro quizás demasiado esclavo del qué dirán, y muy comprometido emocionalmente con un objetivo político que, quedó muy claro, sabía absolutamente inalcanzable en las condiciones actuales, y que era diametralmente opuesto al de la otra parte. Todos esos factores tan humanos –personalidad, contexto, términos del conflicto– los debe tener en cuenta un mediador.

Los mediadores lo intentan, pero naturalmente, como cualquiera que se mete en una pelea, corre el riesgo de salir escaldado y con ambos contendientes acusándole de quién sabe qué. Urkullu estuvo a punto de conseguir esa tregua que podía evitar todo el desastre posterior que aún estamos viviendo, quién sabe por cuánto tiempo.