Heteropatriarcado doméstico y público

La loca del desván

El trastorno mental sigue teniendo un sesgo femenino por el lastre de años en que la psiquiatría y el sistema político actuaron como aliados

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Olga Merino

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En los archivos de la Universidad de Harvard acaban de desenterrar un mazo de cartas, 98 en total, casi inadvertidas hasta la fecha, que demuestran cómo Charles Dickens, el gran pope de las letras anglosajonas, intentó meter en el manicomio a su esposa alegando “desorden mental” y el descuido de sus responsabilidades maternas. La historia destapada por la correspondencia arranca en 1857, cuando el escritor se encapricha de la actriz Ellen Ternan, de 18 años, y la convierte en su amante en un momento en que la ley del divorcio está cocinándose todavía. La legítima le estorba; Catherine, que así se llama la esposa, ha envejecido y engordado tras parir 10 hijos. Pero está cuerda como un reloj suizo.

Aunque el autor de ‘Grandes esperanzas’ fracasó en la estratagema porque un doctor íntegro se atrevió a plantarle cara, episodios de este jaez no eran tan excepcionales en la Inglaterra victoriana y, por extensión, en el mundo occidental para la mujer que osaba desafiar las normas. A menudo, bastaba con la simple firma de un médico para acabar encerrada en un asilo de lunáticos, y así, por los pasillos de los manicomios pululaban obreras exhaustas, parturientas desbordadas, adolescentes consideradas promiscuas, esposas adúlteras, lesbianas… También podían acabar entre sus muros las ancianas pobres, las tuberculosas, las discapacitadas físicas.

Reclusión y fuga

Si la novela es el espejo de la sociedad, es comprensible, pues, que las grandes obras del siglo XIX rebosen de féminas desquiciadas, como en ‘Jane Eyre’, de Charlotte Brontë, donde la primera esposa del señor Rochester, enajenada, prende fuego a la mansión de Thornfield Hall. Ella es la criolla lasciva, la loca del desván que acabó titulando un ensayo canónico del feminismo: ‘The Madwoman in the Attic’. Publicado en 1979, en sus páginas las profesoras Sandra M. Gilbert y Susan Gubar se dedican a escudriñar la obra de varias escritoras decimonónicas y detectan al cabo la existencia de una imaginación específicamente femenina que abunda en imágenes de encierro y fuga, en la existencia de dobles locas que suplantan yoes dóciles y en la descripción minuciosa de enfermedades como la anorexia y la agorafobia.

Algunos autores han subrayado que, en la segunda mitad del siglo XIX, el aumento de los índices de insania femenina coincide precisamente con la consolidación de la psiquiatría como especialidad. Cualquier atisbo de rebeldía caía en el cajón de sastre de la locura. En aquel entonces, el modelo aspiracional de las clases medias se sostenía sobre los hombros de la esposa gentil, el ángel del hogar, y no es de extrañar que muchas se trastornaran de pura asfixia. Negándoles el derecho al voto y manteniéndolas alejadas de determinadas profesiones, la psiquiatría y el sistema político actuaron como aliados.

'Viaje al manicomio' desgrana el encierro en un sanatorio, en contra de su voluntad, de la activista norteamericana Kate Millett en 1980

Por fortuna, las cosas han cambiado desde entonces pero persisten los sesgos en una sociedad que sigue concibiendo la locura como un trastorno esencialmente femenino. El lenguaje lo alimenta. Si una mujer protesta o pierde los papeles, es una “histérica”, una “obsesiva” o está “menopáusica perdida”; el hombre, en cambio, tuvo “un pronto”. En el ámbito artístico, la frontera entre transgresión y locura es aún más difusa en el caso de la mujer.

En este sentido, coinciden en las librerías dos textos autobiográficos de muy distinto cariz sobre la experiencia del confinamiento en un sanatorio mental: desde la ternura inocente, ‘Duermo mucho’ (Fragile Movement), de la ibicenca Maria Manonelles; desde la reflexión crítica, ‘Viaje al manicomio’ (Seix Barral), de la norteamericana Kate Millett, fallecida hace un año y medio. Dos mujeres con una extraordinaria pulsión artística, diagnosticadas con “trastorno de la personalidad con rasgos mixtos”, la primera, y bipolar, la segunda.

La obra de Millett, una de las grandes voces de la tercera ola del feminismo -suya es la sentencia “lo personal es político”; es decir, el heteropatriarcado nace en el ámbito doméstico y se consolida y expande en lo público-, narra su segundo ingreso hospitalario en 1980, en contra su voluntad y debido a su dolencia maniacodepresiva. Se encuentra en la cúspide de su carrera, se siente bien y, por ello, decide abandonar la medicación con litio y clorpromazina, que la convierten en una marioneta obediente. Se le dispara entonces la euforia, y la familia hace todo lo posible por encerrarla.

La voz de la autora es sincera. No esconde sus alucinaciones ni la dificultad de la convivencia con ella. Pero, al mismo tiempo, situándose en la órbita de la antipsiquiatría, considera que el enfermo no enloquece por predisposición genética, sino cuando se desvía de un sistema opresivo, y que, en su caso, las fases maniacas del trastorno son altamente creativas y se debería dejar que siguieran su curso. La sociedad prefiere al deprimido químico, manejable y callado. Un testimonio, el de Millett, a tener en cuenta, por cómo a veces se despoja al enfermo mental de sus derechos.