Prejuicios

Saber cambiar de opinión

Esperemos que el Tribunal Supremo no caiga en el prejuicio y sea suficientemente flexible

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Jordi Puntí

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Hace unos meses Simon Critchley presentó en Barcelona su ensayo sobre las relaciones entre fútbol y filosofía, y durante una charla argumentó que a todo el mundo le cuesta mucho cambiar de opinión. Es casi tan difícil como cambiar de equipo de fútbol, decía, y además no se recuerdan muchos casos en los que la filosofía haya sido útil para convencer a alguien. Me he acordado estos días, viendo los interrogatorios en el gran juicio del Tribunal Supremo. Es obvio que los acusados tienen unas ideas y una visión de los hechos, y que los fiscales tienen otras distintas que les mueven a acusarlos. Luego, en medio, está el tribunal: esos siete señores y señoras que lo escuchan todo en silencio y representa que, de acuerdo con las leyes, al final deberían emitir un veredicto que fuera justo e independiente.

Sin embargo, ¿es esto posible? La necesidad de una interpretación de los hechos ya nos indica que estamos fuera de un marco binario -sí o no, bien o mal- y nos sitúa en un registro de carácter político, es decir, filosófico. Por eso ahora, cuando la solución dialogada ya no es posible y todo queda en manos de un tribunal, podemos intuir que el veredicto -sea cual sea- será una mala solución para la vida política española.

Estos días vemos que la acusación se centra en analizar cada paso, cada decisión, pero parece ignorar el conjunto y el arco temporal que les da contexto -eso que los teóricos del cambio climático llaman el hiperobjeto. Descartada la solución política, pues, ahora solo podemos hacer hipótesis sobre el veredicto judicial. Una condena larga sacaría a los acusados del panorama político, pero los convertiría en ídolos del futuro y activaría aún más el independentismo. Una condena por desobediencia los inhabilitaría durante años para representar sus ideas políticas, pero en cambio los dejaría en la calle. Entretanto hay que otorgar al Tribunal Supremo el beneficio de la duda y esperar que su opinión previa -porque todos tenemos una por el simple acto de pensar- no caiga en el prejuicio, literalmente, sino que sea lo bastante flexible para cambiar, si es necesario. Y además Estrasburgo espera.