Falta de empatía con el usuario

Érase una vez un consumidor

Los servicios públicos solo funcionan bien si el servidor actúa como si el problema del cliente fuera el suyo, con una imprescindible empatía

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Jordi Nieva-Fenoll

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He estado varios días sin gas, es decir, sin agua caliente ni calefacción en estos días de invierno. También he tenido una incidencia con mi servicio de electricidad, que tampoco está resuelta. A la vez, mi compañía telefónica tampoco me lo ha puesto fácil. Da igual, en realidad, el servicio de consumo al que me refiera. Podrían ser los que prestan compañías aéreas, trámites bancarios, administrativos varios o cualquier organismo que disponga de un flamante y engañoso “servicio (¿?) de atención (¿???) al cliente”.

En todos esos casos se suele hablar primero con una máquina que te pregunta el servicio que deseas, que normalmente no te entiende, y que te da un montón de información que no precisas absolutamente para nada, antes de ponerte una estúpida música -hay auténticas agresiones artísticas- mientras esperas que te atienda una persona real.

Siempre hablas con alguien distinto

Cuando finalmente lo hace, no suele tratarse de alguien que resuelva tu problema como si fuera suyo, sino que en demasiadas ocasiones simplemente se te saca de encima dándote informaciones erróneas que luego son rectificadas mil veces en las sucesivas llamadas que vuelves a hacer para intentar resolver la incidencia, y en las que siempre hablas con alguien distinto que vuelve a empezar de cero. Te vuelve a preguntar tu nombre, que ya le dijiste a la máquina, tu DNI, que también reseñaste ya, o te piden inverosímiles números de referencia o informaciones que vuelve a costarte un imperio conseguir, y de las que ellos disponen ya con una mínima diligencia.

¿Gritar al que te atiende? Desahogo maleducado y estúpido que solo sirve para poner de los nervios a alguien habitualmente mal pagado y con un margen de maniobra limitadísimo por la compañía a la que pertenece. Tampoco te puedes ir a la competencia, puesto que los servicios, o son prácticamente monopolísticos o las pocas empresas que actúan en el sector operan con las mismas prácticas. Queda entonces la opción de acudir a los servicios públicos de consumo a formular una queja, que o no tiene efecto o también se demora su sustanciación en el tiempo porque la Administración no dispone de suficientes medios humanos ni materiales. Finalmente resta ir a los tribunales, entrando ya entonces en una disuasoria espiral de retrasos, gastos e incomprensión atávica, porque no suelen ocuparse jamás de estos pequeños asuntos. Mientras tanto, el ciudadano está sin luz, sin gas, sin agua, sin teléfono, sin el dinero que le corresponde, etc.

Las cosas no debieran ser tan complicadas. Cuando uno contrata un servicio de consumo, o realiza un trámite administrativo, la única información que debiera dar es su nombre, DNI y gestión que desea realizar. Cuando un avión se retrasa más de la cuenta o se cancela, no habría que hacer reclamación alguna, sino que la compañía debería ingresar al cliente el importe íntegro del billete de manera inmediata. Lo único que debiera suceder, sin firmar larguísimos contratos que nadie lee ni entiende, es que el servicio o el trámite funcione correctamente. Y cualquier ser humano entiende lo que es “correctamente”: que el resultado sea el apetecido si el presidente de la empresa o el director de la Administración quisiera hacer ese trámite. Ese es el estándar: sin engaños, sin cláusulas kilométricas y sin problemas o cargas suplementarias que nadie quiere padecer. Es muy sencillo.

En un país que funciona no hay que conocer a nadie

Nadie piensa en ello cuando va a votar. Ningún político ofrece la solución a estos problemas en su campaña electoral. La Unión Europea ha hecho unos esfuerzos tremendos -de los que son poco conscientes los europeos- para que los consumidores sean tratados cada vez con más dignidad. Se han hecho grandes avances, pero el ciudadano demasiadas veces se ve reflejado en algún personaje de Ricardo Darín que se desespera ante el muro de la burocracia.

Si se comenta con allegados, siempre hay alguno que dice: "¿Conoces a alguien allí?" Y así se activa esa institución que es el origen de todos nuestros males de corrupción, y que no tendría que existir a estos efectos: “el amigo”. En un país que funciona no hay que conocer a nadie. Sus instituciones se encargan de que todo servicio marche debidamente.

El servicio de atención al cliente debiera ser nuestro único amigo. Solo funcionan bien los servicios públicos cuando el servidor se comporta como si el problema fuera suyo, como antes dije, con una imprescindible empatía que, por cierto, debiera ser la base de cualquier relación social. Ojalá algún día.