Al contrataque
La epidemia de las banderas
"Papá, ¿por qué hay tantos palos de España?"
Carles Francino
Periodista
Carles Francino
Mi niño pequeño tiene ocho años y el banderón que nos cruzó en Madrid por mitad del paso de cebra era digno del Aznar más imperial; así que no me extrañó que le llamara la atención, porque además las enseñas eran abundantes y de todos los tamaños. Igual que el perfil de los manifestantes que llegaban de Colón para rematar la mañana con unas cañas y un paseo por el parque del Retiro. Había de todo. Pero la gracia de lo que dijo mi niño era que no me preguntó por la bandera sino por el palo. Y es verdad, la bandera era enorme pero el palo que la sostenía no se quedaba corto. Y entonces me acordé de lo que dice siempre mi amigo, el poeta Benjamín Prado: “No me gustan las banderas porque siempre llevan un palo y al final se acaba utilizando”. A mí tampoco me gustan.
De hecho, me cruzaba con chavales jóvenes envueltos en la rojigualda, con veteranos de tripa generosa y cara circunspecta, con señoras emperifolladas de domingo y pensaba: “Yo podría ir a cenar con este, o de copas con el otro, o a visitar un museo, o discutir de cine, o de fútbol... pero de política... eso de entrada me costaría”. Igual que imagino le debería costar a alguien que paseara por Barcelona un Onze de Setembre y se topara con hordas de manifestantes, estelada en ristre.
¿Tienen derecho a salir a la calle los independentistas? Todo el del mundo. ¿Se pueden manifestar los partidarios de que España siga como está? ¡Faltaría más! Pero me encantaría rastrear el proceso por que el cada uno de ellos -y ellas- han asumido que una bandera les representa. Porque me temo -vamos, no es que lo tema, es que es así- que las banderas sirven para reafirmar identidades y fortalecer orgullos pero siempre frente a algo, contra alguien. Y tarde o temprano -efectivamente- el palo deja de tener una utilidad como utensilio para convertirse en un arma. Por eso no me gustan las banderas y por eso desconfío de los que se envuelven en ellas para convertirlas en munición ideológica.
Hoy estamos donde estamos porque alguien decidió en Catalunya que había que sustituir la 'senyera' por la estelada; y porque en Madrid, y en Sevilla, y en Toledo, y en Valladolid, y en Badajoz... otro alguien aceptó el envite: “Yo la tengo más grande... la bandera. Te vas a enterar”. Por eso este martes tenemos un juicio, por eso estamos en un túnel muy oscuro y por eso esta historia -si un milagro no lo remedia- acabará como el rosario de la aurora. Por las putas banderas.
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