ANÁLISIS

El arte de la remontada

De todos los argumentos que ofrece un partido de futbol, quizá el que mejor se adapta al frenesí del juego de calle sea la remontada

Messi engaña a Neto desde los once metros.

Messi engaña a Neto desde los once metros. / periodico

Jordi Puntí

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“Penalti y gol... es gol”, decíamos todos cuando jugábamos a la pelota, ¿verdad? Y en mi calle como mínimo, también decíamos que cinco saques de esquina seguidos eran igual a gol, una norma que por alguna razón incomprensible nunca llegó al futbol profesional. En realidad, si lo pienso ahora, una de las ventajas de esos juegos de barrio era que no teníamos árbitro. Los jugadores nos gestionábamos las faltas, de acuerdo a algún código no escrito de justicia salomónica, y por supuesto no había tarjetas. Las agresiones se dirimían en una escaramuza entre los protagonistas, hasta que los amigos les separaban.

Pensaba en ello este sábado, cuando Messi marcó por la escuadra, pero Undiano Mallenco no dio el gol por válido y prefirió señalar el penalti contra Semedo, previa revisión del VAR (pregunta insidiosa: si el VAR hubiera indicado que no era penalti, ¿habría valido el gol de Messi?). “Penalti y gol es gol”, nos quejamos muchos, porque pitando la pena máxima a favor del Barça, Undiano le estaba penalizando y obligaba a Messi a marcar. Por no hablar de que sustituía un gol precioso, poético, por la prosa funcionarial de gol de penalti.

Luego, mientras veía el partido, a ratos me preguntaba hasta qué punto sigue vivo el espíritu del juego de barrio, ese ritmo de la calle, en el futbol profesional de hoy en día. Es probable que esa actitud solo funcione todavía a título individual, cuando se impone desde la pura intuición futbolística, y además hay una premisa que parece clara: cuánto más alto es el nivel de la liga, más difícil que aparezca la improvisación de la gresca y la picaresca.

De la nada

De todos los argumentos que ofrece un partido de futbol, quizá el que mejor se adapta al frenesí del juego de calle sea la remontada: por sus idas y venidas, su épica y su desafío a la lógica. Así fue en el partido del sábado -igual que el de Copa contra el Sevilla-, a partir del momento en que el Valencia se puso con el 0-2 a favor. Ese camino hacia el desastre dio un giro radical y de él emergió un Messi que encarnó como nadie el nervio de la remontada: como ese grupo de amigotes que se confabulan alrededor suyo para ganarle al equipo del barrio de al lado.

El segundo gol de Messi fue un ejemplo de ese estado de ánimo. Por la celebración, casi inaudita en su furia individual, pero sobre todo por la forma en que se consiguió: es un gol que sale de la nada. Solo existen los defensas cubriendo el espacio y un segundo después existe esa parábola que para el tiempo y paraliza a las seis piernas anonadadas. Gol.

También muy de barrio fue el momento decisivo del partido, cuando Messi se fue a la banda y pidió un masaje exprés. El público, las cámaras, todos dejamos de ver el partido y nos centramos en ese masaje. Hubo un momento en que pareció que todos los jugadores -incluso los del Valencia- detenían el juego para ver qué ocurriría. Exactamente igual que en un partido de amigos. Luego Messi volvió al campo, pero sus ansias de hat-trick reparador se habían quedado en las manos del masajista y, de repente, el empate nos pareció a todos un resultado aceptable. Un peaje. Un mal menor, si el miércoles podemos verle jugar frente al Real Madrid.

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