La lacra de las agresiones sexuales

Yo sí te creo, si eres creíble

Establecer la credibilidad de una víctima no es nada fácil, y requiere poseer profundos conocimientos de psicología del testimonio que no suelen tener ni jueces, ni fiscales ni policías

Ilustración de Monra

Ilustración de Monra / periodico

Jordi Nieva-Fenoll

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El machismo es una de las principales lacras sociales que todavía nos aquejamachismolacras sociales. Según cuentan historiadores y antropólogos, por una cuestión de supervivencia en circunstancias sociales y sanitarias muy adversas, antiguamente se adoptó un modelo de familia en que la mujer ocupaba una posición totalmente subordinada a quien tenía más fuerza física. Esa subordinación impuso la exclusividad sexual sobre todo de la mujer, pasando a ser esta patrimonio del hombre, llevando un simple hecho biológico como el sexo a niveles metafísicos inexplicables racionalmente. Paradójicamente siguen produciéndose comportamientos sociales de aquel tiempo que ya no tienen sentido alguno.

Ceder, no acceder

Uno de esos comportamientos es la agresión sexual, casi siempre de hombres a mujeres en términos estadísticos, o también a otros hombres, especialmente menores de edad. Es decir, parece que el varón tiene una mayor tendencia a procurarse sexo inconsentido, lo que, en espera de otras mejores razones, parece explicarse bastante bien con la histórica supremacía masculina explicada en el primer párrafo. Es decir, que hay algunos hombres que representan un residuo grotesco y enfermo de aquella antigua sociedad.

El reciente caso de 'La manada' ha visibilizado un antiguo problema: el de la falta de credibilidad atribuida a las víctimas de violación, salvo que los daños físicos sean evidentes. En los últimos tiempos han salido a la luz pública un buen número de situaciones en las que la mujer cede al contacto sexual por la presión del ambiente, pero que en absoluto son relaciones consentidas. Son casos en los que el hombre dispone una táctica envolvente que provoca que la mujer, en una situación de soledad y desamparo, ceda -no acceda- al sexo para huir del momento ante la incertidumbre de qué reacciones violentas, o simplemente contraproducentes -en el ámbito laboral o familiar por ejemplo- podría provocar una negativa tajante.

Campañas como #MeToo o #YoSíTeCreo han ayudado a destapar situaciones que solo puntualmente se habían hecho públicas en el pasado, como hizo Billy Wilder en su magistral y valiente película 'El apartamento'. Por supuesto, esas campañas, como todas las novedades que contravienen esquemas tradicionales, han provocado reacciones hiperbólicas por parte de quienes no han logrado entender aún que viven en una especie de cómodo refugio machista, pero también de quienes atribuyen absoluta credibilidad a cualquier denuncia sin cuestionarse nada más. Obviamente, ambas posturas son erróneas.

Para considerar acertadamente este difícil tema es preciso ser conscientes de que una agresión sexual es un delito, y que como todos los hechos delictivos debe ser probado, porque así lo exige la norma clave de cualquier proceso penal: la presunción de inocencia, que no puede ser exceptuada en los casos que más nos ofendan, como desean tantas veces los ciudadanos. Es justamente en esos casos en los que es más necesaria para que cumpla su principal finalidad: combatir el prejuicio social de culpabilidad.

Comportamientos de otra época

Por tanto, el problema es la prueba, es decir, la credibilidad de la víctima. Establecer la credibilidad de una persona no es nada fácil, y requiere poseer profundos conocimientos de psicología del testimonio que no suelen tener ni jueces, ni fiscales ni policías. Los tres colectivos acostumbran a fiarse de su “experiencia”, que es lo mismo que decir de su intuición, lo que provoca decisiones arbitrarias que acostumbran a ser víctimas de la mejor o peor “actuación” de la denunciante o del denunciado. Es en ese punto en el que prejuicios sociales como el de la forma de vestir de la mujer, su manera de expresarse o hasta su modo de sentarse hacen que la credibilidad caiga en parámetros de arbitrariedad que son precisamente aquellos de los que la sociedad está empezando a ser consciente. Una mujer puede hablar, vestirse o sentarse como le dé la gana, y ello no es indicativo de nada.

En consecuencia, hay que luchar porque se implementen, sobre todo, dos actuaciones. La primera, educar a las nuevas generaciones -e informar a las antiguas- para que se liberen de una vez de los comportamientos propios de otra época, es decir, de los referidos en el primer párrafo. Lo segundo es formar a jueces, fiscales y policía en psicología del testimonio, y contar con la ayuda de los expertos en la misma en los casos más complejos. Con ello, no hará falta creer a una denunciante por defecto, en perjuicio de la presunción de inocencia, ni no creer jamás, torturando a las víctimas.