Dos miradas

La mancha

En el caso de los abusos de religiosos, el delito individual se convierte en una mancha colectiva para la Iglesia porque ha hecho todo lo posible para evitar el escándalo público

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Josep Maria Fonalleras

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Nuevos casos de tocamientos y abusos, protagonizados por miembros de la Iglesia católica. Después de muchos años de olvido, de vergüenza, de dolor, de angustia, varios testigos explican sus experiencias y se renueva una historia oscura que salpica a los lugares sagrados. Muchos de los protagonistas están muertos. Casi todas las denuncias son de unos delitos que han prescrito, pero no la huella que estas acciones dejaron en la piel y la conciencia de las víctimas.

Más allá de las confesiones concretas, los episodios execrables, hay una constante que creo que es la más triste y lamentable de todas. Con mayor o menor intensidad, con más o menos empatía hacia los jóvenes que sufrieron el acoso, con más o menos comprensión de los hechos, el bajo continuo de todas las historias ha sido, a lo largo de los años, hacer todo lo posible para evitar un escándalo público. Quejas que no son escuchadas, expedientes disciplinarios (la mayoría de las veces, muy blandos), reclusiónexpedientesreclusión en algún convento alejado, una satisfacción económica a las víctimas. Nunca, una asunción sincera y radical de los hechos. Es decir, la denuncia por parte de la propia institución eclesial ante los tribunales ordinarios. De este modo, un delito individual, como todos, se convierte en una mancha colectiva, con lo cual (gracias al silencio o la conmiseración) es la Iglesia quien debe asumir la responsabilidad. El reto es hacerlo sin dilaciones ni subterfugios.